El perro y la zorra y el rey ahogado



(Nue­vos frag­men­tos adap­ta­dos de El juego del sen­ti­do)


Con­si­de­re­mos dos due­los. El pri­mer epi­so­dio ocu­rre en un ta­ble­ro de aje­drez: un rey, único so­bre­vi­vien­te de su color, ha sido aho­ga­do. Dos leyes con idén­ti­co de­re­cho a pre­va­le­cer se dispu­tan la con­ti­nua­ción de la par­ti­da: por un lado, un ju­ga­dor no puede sal­tear su turno (no ha­bien­do jaque mate, en todos los casos debe jugar); por otro lado, no puede mover su rey a una ca­si­lla ame­na­za­da. Una ter­ce­ra ley corta el di­le­ma en su na­ci­mien­to: de­ci­de que la par­ti­da ter­mi­ne en ta­blas ahí mismo. El mo­vi­mien­to que debe y no puede hacer el rey blo­quea­do quedó fuera de la par­ti­da; entre la ju­ga­da que lo ahogó y la que debía ser su res­pues­ta, se in­ter­ca­ló un final.
El se­gun­do epi­so­dio per­te­ne­ce a la mi­to­lo­gía grie­ga. En una re­con­ci­lia­ción, Cé­fa­lo había re­ci­bi­do de su es­po­sa Pro­cris dos re­ga­los in­fa­li­bles: un perro lla­ma­do Lé­la­pe, al que no se le es­ca­pa­ba nin­gu­na presa, y una ja­ba­li­na que siem­pre daba en el blan­co. Los cam­pe­si­nos de Tebas so­li­ci­ta­ron a Cé­fa­lo los ser­vi­cios de Lé­la­pe para atra­par a una zorra que diez­ma­ba sus re­ba­ños; tram­pas, pe­rros y ca­za­do­res ya ha­bían fra­ca­sa­do: la zorra de Teu­me­so po­seía el atri­bu­to de ser inatra­pa­ble. Suel­tan a Lé­la­pe y se ini­cia la per­se­cu­ción. Pron­to la ca­rre­ra pa­re­ce es­tan­ca­da en una ver­ti­gi­no­sa irre­so­lu­ción. Cé­fa­lo que­rrá des­equi­li­brar el duelo; se dis­trae unos ins­tan­tes para pre­pa­rar su ja­ba­li­na. Pero cuan­do vuel­ve a mirar, un dios ha con­ver­ti­do al perro y a la zorra en in­vic­tas es­ta­tuas de már­mol. La pro­vi­den­cia de este deus ex ma­chi­na se­pul­tó el ab­sur­do de esa per­se­cu­ción bajo lá­pi­das con forma de ani­ma­les.
Sigo la ver­sión de Ovi­dio (Me­ta­mor­fo­sis, VII, 672-865). En el re­la­to de Apo­lo­do­ro (Bi­blio­te­ca, II, 4, 7), el dios que in­ter­vie­ne es Zeus. Pau­sa­nias (Des­crip­ción de Gre­cia, IX, 19, 1) llama Teu­me­sia a la zorra. Otras re­fe­ren­cias a la per­se­cu­ción o a sus pro­ta­go­nis­tas apa­re­cen en Hi­gino (Fá­bu­las, 189) y en An­to­nino Li­be­ral (Trans­for­ma­cio­nes, 41).
Es en tér­mi­nos de des­tino que los dis­tin­tos mi­tó­gra­fos pre­sen­tan los atri­bu­tos in­fa­li­bles de los ri­va­les. Apo­lo­do­ro es el más ex­plí­ci­to: «es­ta­ba pre­di­cho [ειμαρμένον] que nadie la ca­za­ría», dice en re­la­ción con la zorra; res­pec­to de Lé­la­pe, lee­mos que «tam­bién es­ta­ba pre­des­ti­na­do [πεπρωμένον] que todo lo que éste per­si­guie­ra lo al­can­za­ría».
Para que el des­tino de la zorra se vea ca­bal­men­te cum­pli­do, no al­can­za con que no sea atra­pa­da; es ne­ce­sa­rio tam­bién que se es­ca­pe, que deje de ser per­se­gui­da. Eso no su­ce­de en el en­cuen­tro de Tebas. La fuga de la zorra y el acoso de Lé­la­pe no con­clu­yen con la pe­tri­fi­ca­ción: fuga y acoso, con­ge­la­dos, se con­ti­núan en los dos már­mo­les («fu­ge­re hoc, illud la­tra­re pu­tares», des­cri­be Cé­fa­lo en la ver­sión de Ovi­dio: «pen­sa­rías que éste huía, que aquél la­dra­ba»). El doble in­vic­to que pro­di­ga el sa­lo­mó­ni­co dios ra­di­ca en que el perro no deja de ser bur­la­do y la zorra no deja de ser ace­cha­da. Para acep­tar este fallo, es ne­ce­sa­rio en­ten­der de un modo po­si­ti­vo el atri­bu­to de la zorra; de lo con­tra­rio, ella —que no fue cap­tu­ra­da— ha­bría ven­ci­do.


I. Los ab­sur­dos de una ac­ción y un efec­to puros

1.

Ima­gi­ne­mos una de aque­llas ca­ce­rías en las que Lé­la­pe pudo ejer­cer sin in­con­ve­nien­tes el don que Zeus le con­fi­rió (las mis­mas ra­zo­nes que val­drán para su atri­bu­to val­drían para el de la zorra de Teu­me­so). La in­fa­li­bi­li­dad le ga­ran­ti­za al perro el éxito de su ac­ción, pero no le aho­rra el es­fuer­zo. Su­pon­ga­mos, en­ton­ces, que atra­pó a su presa en una ca­rre­ra de 4 se­gun­dos. Du­ran­te 4 se­gun­dos, mien­tras su cap­tu­ra no fue un hecho, fue po­si­ble que el per­se­gui­do bur­la­ra al per­se­gui­dor. Y aun­que Lé­la­pe re­duz­ca la du­ra­ción del ata­que, al pró­fu­go nunca le es­ta­rá ne­ga­da la po­si­bi­li­dad de sal­var­se (mien­tras no le falte tiem­po), sino sólo su rea­li­za­ción (es decir, la sal­va­ción misma). El es­ca­pe de una presa común no es en sí mismo im­po­si­ble; es irrea­li­za­ble: una pre­rro­ga­ti­va ad­ver­sa hace de an­te­mano vana la em­pre­sa. Y el triun­fo de Lé­la­pe tiene de ne­ce­sa­rio lo que tiene de inexo­ra­ble.
Com­pa­re­mos esta inexo­ra­bi­li­dad con la im­po­si­bi­li­dad de que los lados de un trián­gu­lo midan 2, 3 y 5 cen­tí­me­tros (se trata, como se ve, de un trián­gu­lo de un solo lado, re­sul­ta­do de que los dos me­no­res, yux­ta­pues­tos, se su­per­po­nen al mayor). Para ello, su­pon­ga­mos pri­me­ro que como miem­bros de un con­jun­to pos­tu­la­mos los he­li­cóp­te­ros en vuelo el 26 de di­ciem­bre de 1410. El con­jun­to, ob­via­men­te, es vacío; pero la con­di­ción a cum­plir (estar en vuelo el 26 de di­ciem­bre de 1410) no con­tra­di­ce la de­fi­ni­ción de la pieza a la que está des­ti­na­da (los he­li­cóp­te­ros) ni per­tur­ba su in­te­li­gi­bi­li­dad (por mucho que mo­les­te el anacro­nis­mo). No po­de­mos decir lo mismo si pos­tu­la­mos trián­gu­los con lados de 2, 3 y 5 cm. En con­se­cuen­cia, el con­jun­to vacío que ex­pre­sa la pri­me­ra pos­tu­la­ción, que no es con­tra­dic­to­ria, tra­du­ce una inexis­ten­cia con­tin­gen­te de he­li­cóp­te­ros: no hay ni puede ya haber, pero po­dría haber ha­bi­do (antes del 26 de di­ciem­bre de 1410). El con­jun­to vacío que ex­pre­sa la se­gun­da pos­tu­la­ción, que es con­tra­dic­to­ria, tra­du­ce una inexis­ten­cia ne­ce­sa­ria: no hay ni puede o pudo haber trián­gu­los de esas ca­rac­te­rís­ti­cas; la con­tra­dic­ción los hace im­po­si­bles, la im­po­si­bi­li­dad los hace inexis­ten­tes.
En vir­tud de su de­fi­ni­ción, un trián­gu­lo no puede sa­tis­fa­cer esas ca­rac­te­rís­ti­cas; el triun­fo en el duelo de Tebas, en cam­bio, es un re­sul­ta­do al que están des­ti­na­dos los dos ri­va­les. Si estas pre­des­ti­na­cio­nes fue­sen re­vo­ca­das, el perro y la zorra per­de­rían su in­fa­li­bi­li­dad, pero no su iden­ti­dad. Si cam­bia­se lo que lo de­fi­ne, un trián­gu­lo no sería me­ra­men­te de otro modo: sería otra cosa.
La inexo­ra­bi­li­dad viene a ser la forma tem­po­ral de la ne­ce­sa­rie­dad. En su forma atem­po­ral, la ne­ce­sa­rie­dad de un hecho (o su con­tra­ca­ra, la im­po­si­bi­li­dad del hecho opues­to) no con­su­me tiem­po, no dura; es —si se in­sis­te en de­fi­nir­la en tér­mi­nos tem­po­ra­les— ins­tan­tá­nea.

2.

Ima­gi­ne­mos que la re­duc­ción del tiem­po de per­se­cu­ción sigue una serie in­fi­ni­ta que con­ver­ge en 0, con in­ter­va­los que dis­mi­nu­yen a la mitad del an­te­rior. Cada día, la caza co­mien­za a las 9:00:00. El pri­mer día ter­mi­na a las 9:00:04; el se­gun­do, a las 9:00:02; el ter­ce­ro, a las 9:00:01; el in­fi­ni­té­si­mo, a las 9:00:00. Si Lé­la­pe hi­cie­ra ins­tan­tá­nea la cap­tu­ra, no ha­bría ya tiem­po para que fuese po­si­ble la huida de su presa: sería ya im­po­si­ble, sin de­mo­ra, sin di­la­cio­nes. Para mayor co­mo­di­dad, plan­tee­mos el re­sul­ta­do con­co­mi­tan­te a esa im­po­si­bi­li­dad: el éxito del perro sería ins­tan­tá­nea­men­te inexo­ra­ble (valga el oxí­mo­ron), sin que su po­si­bi­li­dad tenga que ac­tua­li­zar­se.
Esa ac­tua­li­za­ción —du­ran­te la serie— es lle­va­da a cabo por el acto mismo de la caza, que media entre el poder del perro y su ejer­ci­cio efec­ti­vo (la ac­ción es la dis­tan­cia y el nexo entre lo po­si­ble y lo real, que es un efec­to). En el lí­mi­te, cuan­do se hace in­me­dia­ta, la ne­ce­sa­rie­dad de la con­quis­ta se des­ha­ce de esa me­dia­ción. Sin ésta, la po­si­bi­li­dad de la cap­tu­ra y el efec­to de su ac­tua­li­za­ción (la cap­tu­ra misma, el hecho rea­li­za­do) ya no están se­pa­ra­dos por un in­ter­va­lo fi­ni­to de tiem­po (el que ha­bría em­plea­do la ac­ción de la cap­tu­ra). Anu­la­da toda dis­tan­cia entre ellos —in­hi­bi­da la opor­tu­ni­dad del acto—, lo po­si­ble y lo real se igua­lan, se iden­ti­fi­can. Ese efec­to es huér­fano de una ac­ción que no llegó a exis­tir (so­fis­tas chi­nos del siglo III a.C. ha­bla­ban de un potro huér­fano que nunca tuvo madre).
En el lí­mi­te de la re­duc­ción tem­po­ral, la inexo­ra­bi­li­dad del des­tino a cum­plir al­can­za el ca­rác­ter ins­tan­tá­neo de lo que es ne­ce­sa­rio por de­fi­ni­ción.

3.

En el mito grie­go, el perro y la zorra re­ci­ben sus po­de­res in­fa­li­bles de fa­vo­res di­vi­nos. Re­es­cri­ba­mos el epi­so­dio de modo que esas per­fec­cio­nes sean ad­qui­ri­das en el lí­mi­te de otra gra­da­ción in­fi­ni­ta.
A las 9:00:00 de un día in­faus­to, dos ani­ma­les enemis­ta­dos ini­cian sen­dos re­co­rri­dos má­gi­cos. En uno, un perro de caza re­du­ce su fa­li­bi­li­dad. En el otro, una zorra re­du­ce su vul­ne­ra­bi­li­dad. Los pro­di­gios se ve­ri­fi­can por tra­mos, a un ritmo uni­for­me de 10 me­tros por se­gun­do. A las 9:00:04, cum­pli­dos los pri­me­ros 40 me­tros de sus tra­yec­tos, el perro es la mitad de fa­li­ble de lo que era a las 9:00:00 y la zorra la mitad de vul­ne­ra­ble. Dos se­gun­dos y 20 me­tros des­pués, a las 9:00:06 y con 60 me­tros re­co­rri­dos, el perro y la zorra dis­mi­nu­yen otra vez a la mitad sus im­per­fec­cio­nes. Así, cada nuevo tramo y cada nuevo lapso que se agre­gan —in­fi­ni­ta­men­te— a los pe­ri­plos y a su cro­no­lo­gía miden la mitad del an­te­rior.
Los re­co­rri­dos con­ver­gen. A las 9:00:08, por lo tanto, los enemi­gos se en­cuen­tran; sus po­ten­cias están col­ma­das: el perro ad­qui­rió una fa­li­bi­li­dad tan nula como la vul­ne­ra­bi­li­dad que ad­qui­rió la zorra. Ellos no que­dan em­pa­re­ja­dos al cabo de un tiem­po de in­ten­tos in­fruc­tuo­sos; se en­fren­tan ya igua­la­dos por la per­fec­ción de sus cua­li­da­des, lo­gra­da en el mismo ins­tan­te de su en­cuen­tro.

4.

En la ver­sión ori­gi­nal, antes de la in­ter­ven­ción del dios, la ac­ción no se re­suel­ve en un efec­to; se eter­ni­za en su irre­so­lu­ción: la zorra debe ven­cer y no puede ven­cer, por­que debe ven­cer el perro, que no puede, por­que debe ven­cer la zorra, que no puede... Entre la po­si­bi­li­dad de la cap­tu­ra y su rea­li­za­ción, por un lado, y entre la po­si­bi­li­dad de la fuga y su rea­li­za­ción, por el otro, se ha in­ter­pues­to una ac­ción in­ter­mi­na­ble (lo po­si­ble y lo real no están se­pa­ra­dos acá por un in­ter­va­lo fi­ni­to o nulo, sino in­fi­ni­to; ese es el tiem­po que em­plea ahora la ac­ción). (No es que la ac­ción no con­clu­ye nunca por­que puede no con­cluir y se afe­rra a esa op­ción; no con­clu­ye nunca por­que no puede con­cluir, en razón de que debe ha­cer­lo con dos re­sul­ta­dos opues­tos a la vez.)
Con su so­lu­ción ins­tan­tá­nea, la his­to­ria que sitúa al perro y a la zorra en el lí­mi­te de las 9:00:00 en­gen­dra el ab­sur­do de un efec­to sin ac­ción. La his­to­ria que los sitúa en el lí­mi­te de las 9:00:08 (y que re­pi­te, a par­tir de ese mo­men­to, la del mito) en­gen­dra, con su per­pe­tua irre­so­lu­ción, el ab­sur­do de una ac­ción sin efec­to.
El hecho en sí de estas pri­va­cio­nes si­mé­tri­cas no basta para iden­ti­fi­car un ab­sur­do. Pero su­ce­de que aquí se priva —se im­po­si­bi­li­ta— aque­llo que es ne­ce­sa­rio que esté: la ac­ción per­pe­tua an­he­la un efec­to que nunca co­no­ce­rá y el efec­to ins­tan­tá­neo añora una ac­ción que jamás co­no­ció. La pa­ra­do­ja es ese des­po­jo de lo que pre­ci­sa el pre­sen­te de la ac­ción pura para tener un fu­tu­ro y el pre­sen­te del puro efec­to para tener un pa­sa­do.

Con­ti­nua­rá...

...Con­ti­núa (3 de agos­to de 2009)


II. La igual­dad con­tra­dic­to­ria

1.

La per­fec­ción que en el lí­mi­te de las 9:00:08 co­bran los atri­bu­tos del perro y de la zorra im­pli­ca la igual­dad de sus po­de­res. Si algún ac­ci­den­te in­te­rrum­pie­se el pro­ce­so o un atajo co­mu­ni­ca­se sus ca­mi­nos, el perro y la zorra se en­fren­ta­rían antes de las 9:00:08. Ima­gi­ne­mos que eso ha su­ce­di­do y su­pon­ga­mos que sus fuer­zas están equi­li­bra­das y que han re­suel­to no aban­do­nar sus em­pe­ños. Con­ce­dién­do­les un vigor inago­ta­ble, la per­se­cu­ción po­dría no con­cluir jamás. En el aje­drez, si las ta­blas no de­tu­vie­sen la par­ti­da, el mismo equi­li­brio de fuer­zas haría igual­men­te in­ter­mi­na­ble el acoso de un ca­ba­llo y el rey blan­cos sobre el rey negro.
Las dos em­pre­sas son vanas, pero no con­tra­dic­to­rias. En ambos casos, la igual­dad ad­mi­te una so­lu­ción: el em­pa­te. Si los ri­va­les pa­re­jos (ani­ma­les o aje­dre­cis­tas) rehú­san su apli­ca­ción, eter­ni­zan el epi­so­dio. Pero la per­pe­tua­ción de la par­ti­da es­té­ril que las ta­blas di­si­pan no afec­ta­ría la con­sis­ten­cia del juego, sino sólo su prac­ti­ci­dad; la me­di­da es sen­sa­ta y el fallo pa­re­ce justo. En cam­bio, el di­le­ma que ha­bría de­bi­do re­sol­ver el rey aho­ga­do si las ta­blas no lo hu­bie­sen exi­mi­do ame­na­za­ba la con­sis­ten­cia misma del juego. Si es­tu­vie­se per­mi­ti­do, mover por enési­ma vez ese ca­ba­llo blan­co sería me­ra­men­te vano; si no fuese ile­ga­li­za­do, mover —por única vez— el rey aho­ga­do sería in­de­ci­di­ble.
Por otra parte, el equi­li­brio de fuer­zas en un en­cuen­tro pre­ma­tu­ro sería sólo una con­tin­gen­cia, aun cuan­do con­si­guie­se per­pe­tuar­se; a las 9:00:08, en cam­bio, esa igual­dad es ne­ce­sa­ria y de­fi­ni­ti­va. Antes de la in­com­pa­ti­ble per­fec­ción de sus atri­bu­tos, es siem­pre po­si­ble que los ani­ma­les no se sa­quen ven­ta­ja; pero es ya im­po­si­ble —y to­da­vía ne­ce­sa­rio— que un ca­za­dor in­fa­li­ble atra­pe a una zorra inal­can­za­ble y que ésta se le es­ca­pe de una vez.

2.

La igual­dad que trama un caso de in­con­sis­ten­cia es ra­di­cal­men­te di­fe­ren­te a la que de­ci­de un em­pa­te o —si re­nun­cia­mos a él— una per­pe­tua­ción vana. En un duelo in­con­sis­ten­te es tan im­po­si­ble lo­grar un equi­li­brio de fuer­zas como lo­grar un des­equi­li­brio. El em­pa­te dis­po­ne una di­vi­sión de la ga­nan­cia: los 2 pun­tos —su­pon­ga­mos— que vale una vic­to­ria son re­par­ti­dos por igual. En la in­con­sis­ten­cia, esa dis­tri­bu­ción equi­ta­ti­va sería erró­nea: cada uno de esos pun­tos debe ser ga­na­do y per­di­do por cada con­trin­can­te; no hay re­par­to cohe­ren­te del botín por­que los dos re­sul­ta­dos des­equi­li­bran­tes son ne­ce­sa­rios e im­po­si­bles.
Las dos leyes que dis­cu­ten fren­te al rey aho­ga­do (o ante la cuen­ta «0 × ∞») de­ten­tan la misma au­to­ri­dad. En Tebas, los ar­gu­men­tos a favor de la cap­tu­ra y a favor de la huida tie­nen idén­ti­co peso. En esta igual­dad in­so­lu­ble se hunde el prin­ci­pio que hace de­ci­di­bles los li­ti­gios: no hay en ellos razón su­fi­cien­te para con­sa­grar un re­sul­ta­do en des­me­dro de otro. La dis­cu­sión entre las par­tes se es­tan­ca sin aquie­tar­se. Como los dos ban­dos deben im­po­ner­se, la igual­dad no se re­suel­ve en un em­pa­te; como a la vez nin­guno puede ha­cer­lo, no hay quien quie­bre el equi­li­brio y de­fi­na la pul­sea­da. (La misma equi­dad de ra­zo­nes en­fren­ta­das pa­ra­li­zó al burro que Bu­ri­dán hizo morir de ham­bre ante dos mon­to­nes de heno igual­men­te ape­te­ci­bles.)

Un duelo con­sis­ten­te ad­mi­te dos re­sul­ta­dos po­si­bles (el se­gun­do es bi­fur­ca­ble), uno im­po­si­ble y uno ne­ce­sa­rio (estos úl­ti­mos se im­pli­can re­cí­pro­ca­men­te). Si una tor­tu­ga com­pi­te en una ca­rre­ra con­tra un gue­par­do, puede ven­cer­lo o puede no ven­cer­lo (en este caso, la ca­rre­ra puede ter­mi­nar en un triun­fo del gue­par­do o en un em­pa­te). Si com­pi­te con­tra un Lé­la­pe del atle­tis­mo, no puede de­rro­tar­lo (se­me­jan­te rival no puede no ganar la ca­rre­ra).
Cada desen­la­ce de la per­se­cu­ción de Tebas es ne­ce­sa­rio e im­po­si­ble al mismo tiem­po, pero en dis­tin­tos sen­ti­dos. En el sen­ti­do de­ci­di­do por su pro­pio atri­bu­to, Lé­la­pe no puede no ven­cer; en el sen­ti­do de­ci­di­do por el atri­bu­to de la zorra, Lé­la­pe no puede ven­cer. La si­tua­ción se du­pli­ca del otro lado. Así, dos desen­la­ces al­ter­na­ti­vos, mu­tua­men­te ex­clu­yen­tes, son ambos ne­ce­sa­rios (por las ra­zo­nes pro­pias de cada bando) y son ambos im­po­si­bles (por las ra­zo­nes del bando opues­to). El prin­ci­pio de no con­tra­dic­ción im­pug­na la doble ne­ce­sa­rie­dad; el de ter­ce­ro ex­clui­do, la doble im­po­si­bi­li­dad. El de­rrum­be con­jun­to de los prin­ci­pios que la sos­tie­nen arras­tra con­si­go la iden­ti­dad del hecho: el re­sul­ta­do —sea el que fuere— no puede ser tal por­que tiene im­pues­to serlo y no serlo e im­pe­di­das a la vez ambas ven­tu­ras.
Esta igual­dad alo­ca­da, que so­ca­va cual­quier iden­ti­dad pos­tu­la­ble, es si­mi­lar a la igual­dad car­di­nal entre la parte y el todo que de­fi­ne a los con­jun­tos in­fi­ni­tos (en tanto los dis­tin­gue de los fi­ni­tos, que no pue­den te­ner­la). De esta si­mi­la­ri­dad entre notas dis­tin­ti­vas de con­cep­tos di­fe­ren­tes trata lo que sigue.

3.

La igual­dad in­con­sis­ten­te no se al­te­ra por el hecho de que las per­fec­cio­nes se acu­mu­len o se res­ten. Cuan­do Cé­fa­lo —re­cor­de­mos— ad­vir­tió que Lé­la­pe no po­dría im­po­ner­se, des­vió la vista del campo para pre­pa­rar su ja­ba­li­na, que siem­pre daba en el blan­co. Cuan­do vol­vió a mirar, los ani­ma­les ya ha­bían sido pe­tri­fi­ca­dos. Pero si el arma hu­bie­se sido lan­za­da, el nuevo per­se­gui­dor no po­dría haber des­equi­li­bra­do el con­flic­to: la suma de las per­fec­cio­nes pre­da­do­ras del perro y la ja­ba­li­na no ha­bría su­pe­ra­do la sim­ple per­fec­ción fu­gi­ti­va de la zorra; el poder de la zorra no ha­bría sido res­ta­do o dis­mi­nui­do, al igual que puede no cam­biar la car­di­na­li­dad de un con­jun­to in­fi­ni­to al que se le sus­trae una parte in­fi­ni­ta.
La alian­za de las dos fuer­zas in­fa­li­bles de Cé­fa­lo ha­bría acu­mu­la­do tanto po­de­río como el que ya tenía cada una de ellas por se­pa­ra­do. El re­sul­ta­do es análo­go al que ex­pre­sa la igual­dad de ta­ma­ño entre —por ejem­plo— el con­jun­to de los nú­me­ros pares y el de todos los na­tu­ra­les (que es la suma de pares e im­pa­res). Y es pre­ci­sa­men­te esta equi­po­ten­cia lo que per­mi­te iden­ti­fi­car a un con­jun­to in­fi­ni­to. Así, la misma clase de igual­dad que en­lo­que­ce la iden­ti­dad de lo fi­ni­to pro­por­cio­na la de lo in­fi­ni­to. Lo que en un juego con­cep­tual está prohi­bi­do, en el otro es le­gí­ti­mo —y de­ci­si­vo.

Con­ti­nua­rá...

...Con­ti­núa (14 de agos­to de 2009)


III. La dis­cor­dia entre leyes y su su­pera­ción

1.

En la si­tua­ción del rey aho­ga­do y en la per­se­cu­ción de Lé­la­pe sobre la zorra de Teu­me­so (así como en las cuen­tas de re­sul­ta­do in­de­ter­mi­na­do) hay, ante todo, un plei­to ju­rí­di­co, una dis­cu­sión entre dos leyes que ahí se cru­zan. Una de las dos leyes obli­ga a una ac­ción (mover el rey) o a un re­sul­ta­do (el triun­fo del perro, por ejem­plo; o «0», para la cuen­ta «0 × ∞»); la otra, o bien prohí­be esa ac­ción o bien obli­ga a un re­sul­ta­do di­fe­ren­te (la fuga de la zorra; o «∞» para «0 × ∞»).
En el duelo entre los aje­dre­cis­tas y en el que sos­tu­vie­ron Lé­la­pe y la zorra hubo, en los he­chos, un re­sul­ta­do: em­pa­te. El duelo entre las leyes que se arro­ga­ban la con­ti­nua­ción de la par­ti­da o el desen­la­ce de la ca­ce­ría, en cam­bio, no tuvo —no podía tener— nin­gún re­sul­ta­do. La cláu­su­la que im­po­ne las ta­blas y el acto que con­ge­la in­vic­tos a los ani­ma­les no di­ri­men el plei­to ju­rí­di­co: lo anu­lan. No le asig­nan la razón a al­gu­na de las dos leyes en dis­cor­dia ni la re­par­ten entre ambas, en par­tes igua­les o de­sigua­les; sim­ple­men­te, su­pri­men la dis­cu­sión. Es todo lo que se puede hacer, que no es poco, para su­perar la con­tra­dic­ción, ante la im­po­si­bi­li­dad de re­sol­ver­la.

2.

Las ju­ga­das con­sis­ten­tes dan lugar a otras ju­ga­das por­que se re­suel­ven, si­quie­ra al cabo de una in­fi­ni­dad de pasos (los que com­po­nen, por ejem­plo, el cálcu­lo de π, √2, «10÷3», o la ca­rre­ra de Aqui­les y la tor­tu­ga). Las ju­ga­das in­con­sis­ten­tes, en razón de su im­po­si­bi­li­dad de re­sol­ver­se, no dan lugar a otras ju­ga­das y es­tan­can en su irre­so­lu­ción el juego.
Una inal­te­ra­ble igual­dad de fuer­zas, que hace a cada li­ti­gan­te tan in­vul­ne­ra­ble como inofen­si­vo, de­ter­mi­na que el plei­to entre las leyes no pueda di­ri­mir­se. Pero a la vez es ne­ce­sa­rio que lo haga, por­que de esa re­so­lu­ción de­pen­de que un perro atra­pe o no a una zorra y que un rey pueda o no mover (o que a un hom­bre se lo deje pasar o se lo ahor­que); en de­fi­ni­ti­va, de esa re­so­lu­ción de­pen­de la reanu­da­ción de cada juego (para con­cluir o para pro­se­guir).
Ten­sa­da entre la im­po­si­bi­li­dad y la ne­ce­si­dad de un desen­la­ce, la dis­cu­sión entre las leyes no puede cesar por sí misma; será in­dis­pen­sa­ble que algo ex­te­rior o su­ple­men­ta­rio le ponga fin o la evite a tiem­po, si no se quie­re su­frir la per­pe­tua­ción de su va­ni­dad. De eso tra­ba­jan las ta­blas for­zo­sas en el aje­drez y la pe­tri­fi­ca­ción en Tebas (y el ré­gi­men de ex­cep­cio­nes en la arit­mé­ti­ca y la ab­so­lu­ción del via­je­ro que re­co­mien­da San­cho Panza).

3.

Aque­llo que la pri­me­ra ver­sión de un re­gla­men­to ha per­mi­ti­do ges­tar y que nin­gún ju­ga­dor puede re­sol­ver, debe ser su­pe­ra­do. Para ello, en nues­tro mues­treo am­plia­do habrá dos tipos de ex­pe­dien­tes, uno in­terno y otro ex­terno: un me­ca­nis­mo del mismo juego que pre­ven­ga —como hace la arit­mé­ti­ca— o que su­pri­ma —como hace el aje­drez— la dis­cu­sión es­té­ril entre las leyes; o una in­ter­ven­ción pro­vi­den­cial que la sus­pen­da para siem­pre —como hace Zeus— o que la pase por alto —como hace San­cho Panza.

Antes de que las ta­blas vi­nie­ran a ile­ga­li­zar­lo, el acto in­de­ci­di­ble de mover el rey aho­ga­do (lo mismo que el de mul­ti­pli­car 0 por ∞) no era ile­gal, pues­to que no se había trans­gre­di­do nin­gu­na ley para lle­gar a él. El pro­ble­ma re­si­día en que las dos re­glas con las que ahí se debía cum­plir eran con­tra­dic­to­rias entre sí (el cum­pli­mien­to —que es in­elu­di­ble— de cual­quie­ra de ellas im­pli­ca la trans­gre­sión de la otra). Que en el ca­mino no se hu­bie­ra trans­gre­di­do nin­gu­na ley, hacía ad­mi­si­ble la ju­ga­da, la ha­bi­li­ta­ba; la re­la­ción con­tra­dic­to­ria que había entre las leyes de esa si­tua­ción, la hacía im­po­si­ble (‘in­ju­ga­ble’). Lo que in­hi­bía al juego no podía con­ser­var por más tiem­po su ca­rác­ter legal; en­ton­ces, para sal­var­se del sui­ci­dio, el juego debió ile­ga­li­zar sus con­tra­dic­cio­nes.
Ge­ne­ra­li­ce­mos. Al mo­men­to de jugar, de hacer uso de un re­gla­men­to, todas las leyes que lo in­te­gran están por igual vi­gen­tes. Pero en lo que hace al re­gla­men­to como gra­má­ti­ca de un juego, puede haber leyes su­ple­men­ta­rias que hayan sido cons­ti­tui­das en un tiem­po ló­gi­co pos­te­rior al de las otras. En una pri­me­ra ins­tan­cia, un juego le­ga­li­za una parte de lo po­si­ble e ile­ga­li­za otra (es decir, se re­gla­men­tan actos, se le­gis­la). En una se­gun­da ins­tan­cia, el juego —si quie­re con­ser­var su con­di­ción de con­sis­ten­te— debe hacer ile­gal lo im­po­si­ble que se haya re­ve­la­do en algún en­cuen­tro le­gí­ti­mo de leyes.

No de todos los jue­gos la con­tra­dic­ción es una ile­ga­li­dad de se­gun­da ins­tan­cia, de­cre­ta­da ad hoc. Por un lado, no todos los jue­gos ne­ce­si­tan ile­ga­li­zar sus con­tra­dic­cio­nes, sino sólo los que se cons­tru­yen ob­ser­van­do las re­glas de una ló­gi­ca de tau­to­lo­gías, que —por de­fi­ni­ción— ex­clu­ye la con­tra­dic­ción. Por otro lado, la con­tra­dic­ción es una ile­ga­li­dad de pri­me­ra ins­tan­cia en nues­tro juego del sen­ti­do, como el re­tro­ce­so de un peón lo es en el aje­drez. La ju­ga­da que es ile­gal en la ló­gi­ca de tau­to­lo­gías es im­po­si­ble para los jue­gos que la pre­su­po­nen, que por eso y re­cién en­ton­ces ile­ga­li­zan esa ju­ga­da.



1.

Lé­la­pe, pre­des­ti­na­do a atra­par lo que per­si­ga, tiene más poder que sus pre­sas y que otros ca­za­do­res; la zorra de Teu­me­so, pre­des­ti­na­da a es­ca­par de quien la per­si­ga, tiene más poder que sus per­se­gui­do­res y que otras pre­sas. El que asig­nó estos des­ti­nos es un ju­ga­dor más po­de­ro­so que los que deben aca­tar­los, pero nunca más po­de­ro­so que el pro­pio juego en el que actúa; si lo fuera, po­dría im­po­ner­los hasta su cum­pli­mien­to efec­ti­vo, que es algo a lo que el juego se opone.
Para de­cir­lo de otro modo, la po­si­bi­li­dad que tiene un poder de ser tal es una cues­tión an­te­rior a la de su me­di­da. La fuer­za de Zeus no puede ser su­pe­rior a la del juego sin el cual no se ejer­ce­ría (ejer­ci­cio que se cum­ple bajo la forma de ju­ga­das: la do­na­ción de des­ti­nos o atri­bu­tos, la pe­tri­fi­ca­ción, etc.).

2.

Se­gu­ra­men­te es ne­ce­sa­rio tener el poder de un dios para pe­tri­fi­car a dos ani­ma­les que co­rren; quien lo con­si­gue se ubica por en­ci­ma de las leyes que les nie­gan a los mor­ta­les la con­su­ma­ción de ese pro­di­gio. Sin em­bar­go, las cir­cuns­tan­cias y con­di­cio­nes en las que Zeus ex­hi­be su po­de­río hacen de esa ex­hi­bi­ción un signo de la li­mi­ta­ción in­su­pe­ra­ble que sufre su poder: si con­vir­tió en es­ta­tuas de már­mol al perro y a la zorra fue por­que no tenía el poder de hacer que éstos ejer­cie­ran sus po­de­res con­tra­dic­to­rios, como ya fue dicho.
Una vez ini­cia­da la ca­rre­ra, Zeus no puede so­lu­cio­nar lo in­so­lu­ble que se ha plan­tea­do en Tebas; ma­nia­ta­do por la ló­gi­ca, él sólo puede de­ci­dir, como las leyes su­ple­men­ta­rias del aje­drez y la arit­mé­ti­ca (y como San­cho Panza), qué hacer ante el caso de in­con­sis­ten­cia, cómo su­perar­lo. Su ac­ción está más cerca de la eje­cu­ción de una ne­ce­si­dad que del ejer­ci­cio de una li­ber­tad.

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...Con­ti­núa (20 de agos­to de 2009)


V. Ante la con­tra­dic­ción

1.

Se puede de­nun­ciar que el mito grie­go in­cu­rre en un error al per­mi­tir que el en­cuen­tro de los enemi­gos in­fa­li­bles tenga lugar; la per­se­cu­ción no sólo no po­dría haber ter­mi­na­do, sino que ni si­quie­ra de­be­ría haber em­pe­za­do. En esta opi­nión, la du­ra­ción ex­ten­sa del epi­so­dio (la se­pa­ra­ción entre un inicio inocen­te y el final abrup­to que im­pu­so un dios de re­fle­jos len­tos) es una li­cen­cia li­te­ra­ria, no una su­ti­le­za ló­gi­ca.
Dotar a un perro y a una zorra de po­de­res con­tra­dic­to­rios (ya sea por una gra­cia di­vi­na o como con­se­cuen­cia de haber ac­ce­di­do al lí­mi­te de los re­co­rri­dos má­gi­cos in­fi­ni­tos) es po­si­bi­li­tar una con­tra­dic­ción, in­clu­so plan­tear­la, pero no es rea­li­zar­la. Re­cién el ejer­ci­cio efec­ti­vo de esos po­de­res sería (la per­pe­tra­ción de) una con­tra­dic­ción. Sin em­bar­go, Lé­la­pe y la zorra no lle­gan a tanto; sus ten­ta­ti­vas los acer­can tanto como los ale­jan de ese logro.
Los dos ani­ma­les es­ta­ban des­ti­na­dos a ven­cer en todo duelo. Si al­guno, en des­me­dro del otro, hu­bie­se lo­gra­do hacer cum­plir su des­tino en el duelo que los cruzó, se ha­bría co­me­ti­do un error sim­ple; si lo hu­bie­sen lo­gra­do ambos —en per­jui­cio re­cí­pro­co—, se ha­bría co­me­ti­do un error doble. Pero en el campo de Tebas no se llegó a co­me­ter nin­gún error: tanto la ac­ción de Lé­la­pe como la ac­ción de la zorra de Teu­me­so nunca dejan de ser un puro in­ten­to, tan im­po­si­ble de aban­do­nar (por los im­pe­ra­ti­vos que lo rigen) como de re­sol­ver (por la con­tra­dic­ción en que se en­cuen­tran esos im­pe­ra­ti­vos). Así, por las con­di­cio­nes mis­mas del even­to, el cum­pli­mien­to de los des­ti­nos con­tra­dic­to­rios se pos­ter­ga per­pe­tua­men­te.
En Tebas esa pos­ter­ga­ción es in­te­rrum­pi­da por la in­ter­ven­ción di­vi­na. Pero cuan­do Zeus con­ge­ló en su ac­ción a los ri­va­les, lo que hizo no fue exac­ta­men­te evi­tar que se arri­ba­ra a una con­tra­dic­ción; sólo le aho­rró al epi­so­dio una eter­ni­dad agi­ta­da (a cam­bio de otra in­mó­vil). (Algo pa­re­ci­do hacen las ta­blas cuan­do de­tie­nen la par­ti­da entre dos reyes so­li­ta­rios; los reyes com­par­ten con los ani­ma­les la im­po­si­bi­li­dad de ven­cer, pero no tie­nen, como ellos, la ne­ce­si­dad ló­gi­ca de ha­cer­lo.)
En de­fi­ni­ti­va, lo que dice la ob­je­ción es cier­to, pero no es feliz su apli­ca­ción al caso. En el ta­ble­ro de nues­tro juego ló­gi­co, la con­tra­dic­ción no puede su­ce­der y, en efec­to, no su­ce­de en nin­gún caso; sólo po­de­mos asis­tir a su puro in­ten­to, a su mero plan­teo, a su ges­ta­ción per­pe­tua, a su po­si­bi­li­dad inac­tua­li­za­ble, pero nunca a su rea­li­za­ción.
Como se ve, de la con­tra­dic­ción cabe decir las mis­mas ne­ga­cio­nes que del in­fi­ni­to, las que lo de­fi­nen como po­ten­cial en lugar de ac­tual (por su parte, en la de­fi­ni­ción po­si­ti­va del in­fi­ni­to, la igual­dad car­di­nal entre el todo y la parte —re­cor­de­mos— es afín a la igual­dad in­con­sis­ten­te de una pa­ra­do­ja, que es una ten­ta­ti­va de con­tra­dic­ción).

2.

Una se­gun­da ob­je­ción (o una va­rian­te de la pri­me­ra) sos­tie­ne que la con­tra­dic­ción no puede si­quie­ra plan­tear­se, que es ile­gí­ti­ma de raíz. Se ar­gu­men­ta que la con­tra­dic­ción entre dos afir­ma­cio­nes es prue­ba —in­di­rec­ta: una re­duc­ción al ab­sur­do— de la fal­se­dad de al­gu­na de ellas. Co­no­cien­do las al­ter­na­ti­vas via­bles de nues­tro re­gla­men­to ló­gi­co, sa­be­mos que si al­guien nos dice que tiene un perro de caza in­fa­li­ble y otro nos cuen­ta que tiene una zorra inal­can­za­ble, por lo menos una de las dos jac­tan­cias es falsa.
A Jan Fei, siglo III a.C., se le atri­bu­ye esta ver­sión china de la pa­ra­do­ja, que tam­bién habla de dos jac­tan­cias in­com­pa­ti­bles:
«En el reino de Chu vivía un hom­bre que ven­día lan­zas y es­cu­dos. “Mis es­cu­dos son tan só­li­dos —se jac­ta­ba— que nada puede tras­pa­sar­los. Mis lan­zas son tan agu­das que nada hay que no pue­dan pe­ne­trar”. “¿Qué pasa si una de sus lan­zas choca con uno de sus es­cu­dos?”, pre­gun­tó al­guien. El hom­bre no re­pli­có.»*
En Fá­bu­las chi­nas, Bar­ce­lo­na, Edi­to­rial Astri, 2000, p. 49; se­lec­ción y tra­duc­ción de A. Lau­rent.

Como se ve, se trata de un sim­ple em­pleo del prin­ci­pio de no con­tra­dic­ción. A di­fe­ren­cia de la pri­me­ra ob­je­ción, esta es téc­ni­ca­men­te irre­cu­sa­ble, vir­tud que es su­fi­cien­te para acer­tar en los ve­re­dic­tos, pero no para re­fle­xio­nar sobre el juego de re­glas con que se juzga. Son dos pos­tu­ras ante la con­tra­dic­ción: en una, me li­mi­to a apli­car un re­gla­men­to; en la otra, lo hago ob­je­to de una teo­ri­za­ción. La pri­me­ra pos­tu­ra es téc­ni­ca; en ella asumo una pers­pec­ti­va desde aden­tro de una le­gis­la­ción, como la que tiene un juez. La se­gun­da es fi­lo­só­fi­ca; en ella adop­to una pers­pec­ti­va ex­ter­na, desde la cual ob­ser­vo la le­gis­la­ción misma (a la que so­me­to a ex­pe­ri­men­tos teó­ri­cos: no para otra cosa puede ser­vir­nos una con­tra­dic­ción). En esta ac­ti­tud, im­por­ta saber cuá­les son las con­di­cio­nes que hacen po­si­ble un re­gla­men­to, a tra­vés de los efec­tos de su dis­tor­sión; las cir­cuns­tan­cias téc­ni­cas de su uso po­de­mos dar­las por co­no­ci­das (sin ellas, ca­re­ce­ría­mos de toda ha­bi­li­dad para la prác­ti­ca del juego).

Con­ti­nua­rá...

...Con­ti­núa (25 de agos­to de 2009)


VI. Los dos jue­gos de leyes

1.

En rigor, no hay uno sino dos jue­gos po­si­bles (for­mu­la­bles) de leyes, re­gi­dos por re­glas opues­tas: uno de con­sis­ten­cia (o tau­to­lo­gías) y el otro de in­con­sis­ten­cia (o anti-tau­to­lo­gías). En el pri­me­ro, la con­tra­dic­ción está prohi­bi­da; en el se­gun­do, es obli­ga­to­ria. Si los uni­fi­cá­se­mos, ten­dría­mos un juego de leyes que sería no sólo in­con­sis­ten­te, sino in­clu­so ‘au­to­in­con­sis­ten­te’. Vea­mos por qué.
El juego uni­fi­ca­do cuyas pie­zas son leyes es­ta­ría re­gi­do a su vez por una ley que in­hi­be la con­tra­dic­ción y otra que la exige. Tales re­glas en­tra­rían ellas mis­mas en con­tra­dic­ción en todos los casos, es decir, en las dos cla­ses de casos po­si­bles, que son com­ple­men­ta­rias: allí donde se vio­la­se la pri­me­ra regla (por­que se sus­ci­ta una con­tra­dic­ción entre leyes de algún otro juego) y allí donde se vio­la­se la se­gun­da regla (por­que no se sus­ci­ta una con­tra­dic­ción). Entre los casos del pri­mer grupo se cuen­tan la per­se­cu­ción de Tebas, el ahogo del rey y la mul­ti­pli­ca­ción «0 × ∞»; entre los del se­gun­do grupo, cual­quier ju­ga­da no con­tra­dic­to­ria (un duelo entre ani­ma­les fa­li­bles, la aper­tu­ra P4R, la cuen­ta «2 × 8», etc.). Así, si en una en­cru­ci­ja­da cual­quie­ra dos leyes de otro juego se con­tra­di­je­ran, una regla del juego deón­ti­co uni­fi­ca­do (la que prohí­be esa re­la­ción) exi­gi­ría la des­ti­tu­ción del caso in­con­sis­ten­te, y la otra, con no menos fuer­za, su ins­tau­ra­ción. Y si no se con­tra­di­je­ran, la regla que obli­ga a ello exi­gi­ría la anu­la­ción de la ju­ga­da con­sis­ten­te, y la otra, su con­ser­va­ción.

2.

La ley que prohí­be la con­tra­dic­ción y la ley que la re­quie­re son tam­bién pie­zas del juego en el que ac­túan —en di­fe­ren­te ins­tan­cia— como leyes. Por lo tanto, les in­cum­ben tam­bién a ellas sus pro­pios ri­go­res; es decir: se plie­gan sobre sí mis­mas, para ter­mi­nar atra­ve­san­do el mismo pro­ce­so que, por ac­ción de ellas, atra­vie­san los otros casos con­tra­dic­to­rios. El pri­mer plie­gue dice así: la con­tra­dic­ción per­ti­naz en que viven estas pie­zas com­por­ta una trans­gre­sión a la ley que prohí­be la con­tra­dic­ción (al tiem­po que un cum­pli­mien­to de la ley opues­ta). En el se­gun­do plie­gue, la ley que ha sido trans­gre­di­da hace fuer­za por­que el caso con­tra­dic­to­rio sea eli­mi­na­do; idén­ti­ca fuer­za para que no sea eli­mi­na­do hace la ley que obli­ga a la con­tra­dic­ción. Así, de acep­tar­se esa con­vi­ven­cia in­com­pa­ti­ble, el juego no sólo sería in­con­sis­ten­te, sino in­clu­so ‘au­to­in­con­sis­ten­te’.
Si todas las mo­vi­das del aje­drez pre­sen­ta­sen el mismo di­le­ma que la del rey aho­ga­do (es decir, si toda ac­ción le­gis­la­da su­frie­ra al mismo tiem­po una prohi­bi­ción y una obli­ga­ción), el aje­drez sería un juego in­con­sis­ten­te, e in­clu­so de un modo ex­haus­ti­vo, pero no ‘au­to­in­con­sis­ten­te’. Esta pro­pie­dad sólo puede os­ten­tar­la un juego cuyo re­per­to­rio de pie­zas in­clu­ya tam­bién a sus pro­pias leyes; tal con­di­ción es cum­pli­da por el juego de leyes uni­fi­ca­do.


VII. Con­si­de­ra­cio­nes fi­na­les

1.

En el es­pa­cio del juego de leyes con­sis­ten­te (en al­guno de los jue­gos que éste apa­dri­na) se ha trans­plan­ta­do una ju­ga­da pro­ve­nien­te del juego de leyes de la in­con­sis­ten­cia. Una con­tra­dic­ción es una ju­ga­da in­ter­ca­la­da en un juego ex­tra­ño a ella. Y como la re­la­ción que hay entre el juego de leyes con­sis­ten­te y el in­con­sis­ten­te está sig­na­da (cons­ti­tui­da, in­clu­so) por la ne­ga­ción, la in­ser­ción de tal ju­ga­da niega la ac­ción de ese juego, su jugar: in­hi­be cual­quier otra ju­ga­da. Se ha in­tro­du­ci­do una ju­ga­da que allí no puede ser re­suel­ta, que su­po­ne un juego in­ver­so y, por ende, la ne­ga­ción del juego que la sufre.

2.

Ins­ta­la­dos irre­me­dia­ble­men­te en la con­sis­ten­cia, po­de­mos pen­sar sobre la in­con­sis­ten­cia, pero no in­con­sis­ten­te­men­te; po­de­mos for­mu­lar la ac­ción in­con­sis­ten­te, pero no po­de­mos per­pe­trar­la; po­de­mos su­perar una in­con­sis­ten­cia, pero no po­de­mos re­sol­ver la con­tra­dic­ción que la sus­ci­ta. Pen­sar o rea­li­zar una con­tra­dic­ción con nues­tra ló­gi­ca de tau­to­lo­gías es un des­pro­pó­si­to se­me­jan­te al de in­ten­tar se­ña­lar un rin­cón os­cu­ro con el haz de luz de una lin­ter­na.

3.

La im­po­si­bi­li­dad de per­pe­trar una con­tra­dic­ción con la misma he­rra­mien­ta que ne­ce­si­ta de esa im­po­si­bi­li­dad para ser con­sis­ten­te es el lí­mi­te del sen­ti­do; es lo que hace que el sen­ti­do pueda ser con­ce­bi­do o ex­pe­ri­men­ta­do como una cons­tric­ción. El gusto re­tó­ri­co por las pa­ra­do­jas (o el gusto por las pa­ra­do­jas re­tó­ri­cas) acaso sea una reac­ción ante la im­po­si­bi­li­dad de ese con­tra­sen­ti­do, sub­je­ti­va­da como prohi­bi­ción in­vio­la­ble. Para mu­chos pa­la­da­res, las pa­ra­do­jas tie­nen ese sabor má­gi­co de lo que zafa de una li­mi­ta­ción ri­gu­ro­sa, de lo que sale vic­to­rio­so o ai­ro­so de un desa­fío. Las pa­ra­do­jas nos re­ga­lan la ilu­sión de ser li­bres (po­de­ro­sos) ahí donde el sen­ti­do no nos lo per­mi­te (a cam­bio, ape­nas, de per­mi­tir­nos sig­ni­fi­car).

4.

Dado que todo hecho sólo puede ser im­po­si­ble bajo cier­tas con­di­cio­nes (en cier­to juego cuyas re­glas trans­gre­de), lo peor que puede su­ce­der es que no po­da­mos con­ce­bir un juego en el que de­ter­mi­na­do hecho sea po­si­ble. Pero tal si­tua­ción no nos ha­bi­li­ta­ría a afir­mar que el hecho en cues­tión es ab­so­lu­ta­men­te im­po­si­ble; sólo po­dría­mos afir­mar que el juego más po­ten­te del que dis­po­ne­mos para pro­du­cir he­chos no puede pro­du­cir ese. Ma­cha­que­mos sobre este punto.
De la exis­ten­cia de un hecho inasi­mi­la­ble en cual­quier juego no po­dría­mos in­fe­rir la im­po­si­bi­li­dad ab­so­lu­ta de ese hecho, sino sólo el po­de­río im­per­fec­to de todo juego. No hay im­po­si­bi­li­da­des ab­so­lu­tas, sino ile­ga­li­da­des re­la­ti­vas (a tal o cual juego). Que el juego en re­la­ción al cual un hecho es legal no sea co­no­ci­do o no pueda con­ce­bir­se, no im­pli­ca que ese hecho sea una ile­ga­li­dad ab­so­lu­ta; que el úl­ti­mo juego de nues­tra co­lec­ción (el juego del sen­ti­do) lo tenga por ile­gal, puede sig­ni­fi­car que nues­tra co­lec­ción de jue­gos es in­su­fi­cien­te, in­com­ple­ta. Po­de­mos afir­mar, con rigor, que el juego donde ese hecho es legal —donde no es im­po­si­ble— no per­te­ne­ce a nues­tra co­lec­ción; da­ría­mos una mera opi­nión si aven­tu­rá­se­mos que tam­po­co exis­te o que no puede exis­tir en ab­so­lu­to. Nunca po­de­mos afir­mar el ha­llaz­go de una im­po­si­bi­li­dad ab­so­lu­ta, sino sólo el de un lí­mi­te (y una li­mi­ta­ción) de nues­tra co­lec­ción de jue­gos, de nues­tra fá­bri­ca de con­cep­tos.

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