El perro y la zorra y el rey ahogado



(Nuevos fragmentos adaptados de El juego del sentido)


Consideremos dos duelos. El primer episodio ocurre en un tablero de ajedrez: un rey, único sobreviviente de su color, ha sido ahogado. Dos leyes con idéntico derecho a prevalecer se disputan la continuación de la partida: por un lado, un jugador no puede saltear su turno (no habiendo jaque mate, en todos los casos debe jugar); por otro lado, no puede mover su rey a una casilla amenazada. Una tercera ley corta el dilema en su nacimiento: decide que la partida termine en tablas ahí mismo. El movimiento que debe y no puede hacer el rey bloqueado quedó fuera de la partida; entre la jugada que lo ahogó y la que debía ser su respuesta, se intercaló un final.
El segundo episodio pertenece a la mitología griega. En una reconciliación, Céfalo había recibido de su esposa Procris dos regalos infalibles: un perro llamado Lélape, al que no se le escapaba ninguna presa, y una jabalina que siempre daba en el blanco. Los campesinos de Tebas solicitaron a Céfalo los servicios de Lélape para atrapar a una zorra que diezmaba sus rebaños; trampas, perros y cazadores ya habían fracasado: la zorra de Teumeso poseía el atributo de ser inatrapable. Sueltan a Lélape y se inicia la persecución. Pronto la carrera parece estancada en una vertiginosa irresolución. Céfalo querrá desequilibrar el duelo; se distrae unos instantes para preparar su jabalina. Pero cuando vuelve a mirar, un dios ha convertido al perro y a la zorra en invictas estatuas de mármol. La providencia de este deus ex machina sepultó el absurdo de esa persecución bajo lápidas con forma de animales.
Sigo la versión de Ovidio (Metamorfosis, VII, 672-865). En el relato de Apolodoro (Biblioteca, II, 4, 7), el dios que interviene es Zeus. Pausanias (Descripción de Grecia, IX, 19, 1) llama Teumesia a la zorra. Otras referencias a la persecución o a sus protagonistas aparecen en Higino (Fábulas, 189) y en Antonino Liberal (Transformaciones, 41).
Es en términos de destino que los distintos mitógrafos presentan los atributos infalibles de los rivales. Apolodoro es el más explícito: «estaba predicho [ειμαρμένον] que nadie la cazaría», dice en relación con la zorra; respecto de Lélape, leemos que «también estaba predestinado [πεπρωμένον] que todo lo que éste persiguiera lo alcanzaría».
Para que el destino de la zorra se vea cabalmente cumplido, no alcanza con que no sea atrapada; es necesario también que se escape, que deje de ser perseguida. Eso no sucede en el encuentro de Tebas. La fuga de la zorra y el acoso de Lélape no concluyen con la petrificación: fuga y acoso, congelados, se continúan en los dos mármoles («fugere hoc, illud latrare putares», describe Céfalo en la versión de Ovidio: «pensarías que éste huía, que aquél ladraba»). El doble invicto que prodiga el salomónico dios radica en que el perro no deja de ser burlado y la zorra no deja de ser acechada. Para aceptar este fallo, es necesario entender de un modo positivo el atributo de la zorra; de lo contrario, ella —que no fue capturada— habría vencido.


I. Los absurdos de una acción y un efecto puros

1.

Imaginemos una de aquellas cacerías en las que Lélape pudo ejercer sin inconvenientes el don que Zeus le confirió (las mismas razones que valdrán para su atributo valdrían para el de la zorra de Teumeso). La infalibilidad le garantiza al perro el éxito de su acción, pero no le ahorra el esfuerzo. Supongamos, entonces, que atrapó a su presa en una carrera de 4 segundos. Durante 4 segundos, mientras su captura no fue un hecho, fue posible que el perseguido burlara al perseguidor. Y aunque Lélape reduzca la duración del ataque, al prófugo nunca le estará negada la posibilidad de salvarse (mientras no le falte tiempo), sino sólo su realización (es decir, la salvación misma). El escape de una presa común no es en sí mismo imposible; es irrealizable: una prerrogativa adversa hace de antemano vana la empresa. Y el triunfo de Lélape tiene de necesario lo que tiene de inexorable.
Comparemos esta inexorabilidad con la imposibilidad de que los lados de un triángulo midan 2, 3 y 5 centímetros (se trata, como se ve, de un triángulo de un solo lado, resultado de que los dos menores, yuxtapuestos, se superponen al mayor). Para ello, supongamos primero que como miembros de un conjunto postulamos los helicópteros en vuelo el 26 de diciembre de 1410. El conjunto, obviamente, es vacío; pero la condición a cumplir (estar en vuelo el 26 de diciembre de 1410) no contradice la definición de la pieza a la que está destinada (los helicópteros) ni perturba su inteligibilidad (por mucho que moleste el anacronismo). No podemos decir lo mismo si postulamos triángulos con lados de 2, 3 y 5 cm. En consecuencia, el conjunto vacío que expresa la primera postulación, que no es contradictoria, traduce una inexistencia contingente de helicópteros: no hay ni puede ya haber, pero podría haber habido (antes del 26 de diciembre de 1410). El conjunto vacío que expresa la segunda postulación, que es contradictoria, traduce una inexistencia necesaria: no hay ni puede o pudo haber triángulos de esas características; la contradicción los hace imposibles, la imposibilidad los hace inexistentes.
En virtud de su definición, un triángulo no puede satisfacer esas características; el triunfo en el duelo de Tebas, en cambio, es un resultado al que están destinados los dos rivales. Si estas predestinaciones fuesen revocadas, el perro y la zorra perderían su infalibilidad, pero no su identidad. Si cambiase lo que lo define, un triángulo no sería meramente de otro modo: sería otra cosa.
La inexorabilidad viene a ser la forma temporal de la necesariedad. En su forma atemporal, la necesariedad de un hecho (o su contracara, la imposibilidad del hecho opuesto) no consume tiempo, no dura; es —si se insiste en definirla en términos temporales— instantánea.

2.

Imaginemos que la reducción del tiempo de persecución sigue una serie infinita que converge en 0, con intervalos que disminuyen a la mitad del anterior. Cada día, la caza comienza a las 9:00:00. El primer día termina a las 9:00:04; el segundo, a las 9:00:02; el tercero, a las 9:00:01; el infinitésimo, a las 9:00:00. Si Lélape hiciera instantánea la captura, no habría ya tiempo para que fuese posible la huida de su presa: sería ya imposible, sin demora, sin dilaciones. Para mayor comodidad, planteemos el resultado concomitante a esa imposibilidad: el éxito del perro sería instantáneamente inexorable (valga el oxímoron), sin que su posibilidad tenga que actualizarse.
Esa actualización —durante la serie— es llevada a cabo por el acto mismo de la caza, que media entre el poder del perro y su ejercicio efectivo (la acción es la distancia y el nexo entre lo posible y lo real, que es un efecto). En el límite, cuando se hace inmediata, la necesariedad de la conquista se deshace de esa mediación. Sin ésta, la posibilidad de la captura y el efecto de su actualización (la captura misma, el hecho realizado) ya no están separados por un intervalo finito de tiempo (el que habría empleado la acción de la captura). Anulada toda distancia entre ellos —inhibida la oportunidad del acto—, lo posible y lo real se igualan, se identifican. Ese efecto es huérfano de una acción que no llegó a existir (sofistas chinos del siglo III a.C. hablaban de un potro huérfano que nunca tuvo madre).
En el límite de la reducción temporal, la inexorabilidad del destino a cumplir alcanza el carácter instantáneo de lo que es necesario por definición.

3.

En el mito griego, el perro y la zorra reciben sus poderes infalibles de favores divinos. Reescribamos el episodio de modo que esas perfecciones sean adquiridas en el límite de otra gradación infinita.
A las 9:00:00 de un día infausto, dos animales enemistados inician sendos recorridos mágicos. En uno, un perro de caza reduce su falibilidad. En el otro, una zorra reduce su vulnerabilidad. Los prodigios se verifican por tramos, a un ritmo uniforme de 10 metros por segundo. A las 9:00:04, cumplidos los primeros 40 metros de sus trayectos, el perro es la mitad de falible de lo que era a las 9:00:00 y la zorra la mitad de vulnerable. Dos segundos y 20 metros después, a las 9:00:06 y con 60 metros recorridos, el perro y la zorra disminuyen otra vez a la mitad sus imperfecciones. Así, cada nuevo tramo y cada nuevo lapso que se agregan —infinitamente— a los periplos y a su cronología miden la mitad del anterior.
Los recorridos convergen. A las 9:00:08, por lo tanto, los enemigos se encuentran; sus potencias están colmadas: el perro adquirió una falibilidad tan nula como la vulnerabilidad que adquirió la zorra. Ellos no quedan emparejados al cabo de un tiempo de intentos infructuosos; se enfrentan ya igualados por la perfección de sus cualidades, lograda en el mismo instante de su encuentro.

4.

En la versión original, antes de la intervención del dios, la acción no se resuelve en un efecto; se eterniza en su irresolución: la zorra debe vencer y no puede vencer, porque debe vencer el perro, que no puede, porque debe vencer la zorra, que no puede... Entre la posibilidad de la captura y su realización, por un lado, y entre la posibilidad de la fuga y su realización, por el otro, se ha interpuesto una acción interminable (lo posible y lo real no están separados acá por un intervalo finito o nulo, sino infinito; ese es el tiempo que emplea ahora la acción). (No es que la acción no concluye nunca porque puede no concluir y se aferra a esa opción; no concluye nunca porque no puede concluir, en razón de que debe hacerlo con dos resultados opuestos a la vez.)
Con su solución instantánea, la historia que sitúa al perro y a la zorra en el límite de las 9:00:00 engendra el absurdo de un efecto sin acción. La historia que los sitúa en el límite de las 9:00:08 (y que repite, a partir de ese momento, la del mito) engendra, con su perpetua irresolución, el absurdo de una acción sin efecto.
El hecho en sí de estas privaciones simétricas no basta para identificar un absurdo. Pero sucede que aquí se priva —se imposibilita— aquello que es necesario que esté: la acción perpetua anhela un efecto que nunca conocerá y el efecto instantáneo añora una acción que jamás conoció. La paradoja es ese despojo de lo que precisa el presente de la acción pura para tener un futuro y el presente del puro efecto para tener un pasado.

Continuará...

...Continúa (3 de agosto de 2009)


II. La igualdad contradictoria

1.

La perfección que en el límite de las 9:00:08 cobran los atributos del perro y de la zorra implica la igualdad de sus poderes. Si algún accidente interrumpiese el proceso o un atajo comunicase sus caminos, el perro y la zorra se enfrentarían antes de las 9:00:08. Imaginemos que eso ha sucedido y supongamos que sus fuerzas están equilibradas y que han resuelto no abandonar sus empeños. Concediéndoles un vigor inagotable, la persecución podría no concluir jamás. En el ajedrez, si las tablas no detuviesen la partida, el mismo equilibrio de fuerzas haría igualmente interminable el acoso de un caballo y el rey blancos sobre el rey negro.
Las dos empresas son vanas, pero no contradictorias. En ambos casos, la igualdad admite una solución: el empate. Si los rivales parejos (animales o ajedrecistas) rehúsan su aplicación, eternizan el episodio. Pero la perpetuación de la partida estéril que las tablas disipan no afectaría la consistencia del juego, sino sólo su practicidad; la medida es sensata y el fallo parece justo. En cambio, el dilema que habría debido resolver el rey ahogado si las tablas no lo hubiesen eximido amenazaba la consistencia misma del juego. Si estuviese permitido, mover por enésima vez ese caballo blanco sería meramente vano; si no fuese ilegalizado, mover —por única vez— el rey ahogado sería indecidible.
Por otra parte, el equilibrio de fuerzas en un encuentro prematuro sería sólo una contingencia, aun cuando consiguiese perpetuarse; a las 9:00:08, en cambio, esa igualdad es necesaria y definitiva. Antes de la incompatible perfección de sus atributos, es siempre posible que los animales no se saquen ventaja; pero es ya imposible —y todavía necesario— que un cazador infalible atrape a una zorra inalcanzable y que ésta se le escape de una vez.

2.

La igualdad que trama un caso de inconsistencia es radicalmente diferente a la que decide un empate o —si renunciamos a él— una perpetuación vana. En un duelo inconsistente es tan imposible lograr un equilibrio de fuerzas como lograr un desequilibrio. El empate dispone una división de la ganancia: los 2 puntos —supongamos— que vale una victoria son repartidos por igual. En la inconsistencia, esa distribución equitativa sería errónea: cada uno de esos puntos debe ser ganado y perdido por cada contrincante; no hay reparto coherente del botín porque los dos resultados desequilibrantes son necesarios e imposibles.
Las dos leyes que discuten frente al rey ahogado (o ante la cuenta «0 × ∞») detentan la misma autoridad. En Tebas, los argumentos a favor de la captura y a favor de la huida tienen idéntico peso. En esta igualdad insoluble se hunde el principio que hace decidibles los litigios: no hay en ellos razón suficiente para consagrar un resultado en desmedro de otro. La discusión entre las partes se estanca sin aquietarse. Como los dos bandos deben imponerse, la igualdad no se resuelve en un empate; como a la vez ninguno puede hacerlo, no hay quien quiebre el equilibrio y defina la pulseada. (La misma equidad de razones enfrentadas paralizó al burro que Buridán hizo morir de hambre ante dos montones de heno igualmente apetecibles.)

Un duelo consistente admite dos resultados posibles (el segundo es bifurcable), uno imposible y uno necesario (estos últimos se implican recíprocamente). Si una tortuga compite en una carrera contra un guepardo, puede vencerlo o puede no vencerlo (en este caso, la carrera puede terminar en un triunfo del guepardo o en un empate). Si compite contra un Lélape del atletismo, no puede derrotarlo (semejante rival no puede no ganar la carrera).
Cada desenlace de la persecución de Tebas es necesario e imposible al mismo tiempo, pero en distintos sentidos. En el sentido decidido por su propio atributo, Lélape no puede no vencer; en el sentido decidido por el atributo de la zorra, Lélape no puede vencer. La situación se duplica del otro lado. Así, dos desenlaces alternativos, mutuamente excluyentes, son ambos necesarios (por las razones propias de cada bando) y son ambos imposibles (por las razones del bando opuesto). El principio de no contradicción impugna la doble necesariedad; el de tercero excluido, la doble imposibilidad. El derrumbe conjunto de los principios que la sostienen arrastra consigo la identidad del hecho: el resultado —sea el que fuere— no puede ser tal porque tiene impuesto serlo y no serlo e impedidas a la vez ambas venturas.
Esta igualdad alocada, que socava cualquier identidad postulable, es similar a la igualdad cardinal entre la parte y el todo que define a los conjuntos infinitos (en tanto los distingue de los finitos, que no pueden tenerla). De esta similaridad entre notas distintivas de conceptos diferentes trata lo que sigue.

3.

La igualdad inconsistente no se altera por el hecho de que las perfecciones se acumulen o se resten. Cuando Céfalo —recordemos— advirtió que Lélape no podría imponerse, desvió la vista del campo para preparar su jabalina, que siempre daba en el blanco. Cuando volvió a mirar, los animales ya habían sido petrificados. Pero si el arma hubiese sido lanzada, el nuevo perseguidor no podría haber desequilibrado el conflicto: la suma de las perfecciones predadoras del perro y la jabalina no habría superado la simple perfección fugitiva de la zorra; el poder de la zorra no habría sido restado o disminuido, al igual que puede no cambiar la cardinalidad de un conjunto infinito al que se le sustrae una parte infinita.
La alianza de las dos fuerzas infalibles de Céfalo habría acumulado tanto poderío como el que ya tenía cada una de ellas por separado. El resultado es análogo al que expresa la igualdad de tamaño entre —por ejemplo— el conjunto de los números pares y el de todos los naturales (que es la suma de pares e impares). Y es precisamente esta equipotencia lo que permite identificar a un conjunto infinito. Así, la misma clase de igualdad que enloquece la identidad de lo finito proporciona la de lo infinito. Lo que en un juego conceptual está prohibido, en el otro es legítimo —y decisivo.

Continuará...

...Continúa (14 de agosto de 2009)


III. La discordia entre leyes y su superación

1.

En la situación del rey ahogado y en la persecución de Lélape sobre la zorra de Teumeso (así como en las cuentas de resultado indeterminado) hay, ante todo, un pleito jurídico, una discusión entre dos leyes que ahí se cruzan. Una de las dos leyes obliga a una acción (mover el rey) o a un resultado (el triunfo del perro, por ejemplo; o «0», para la cuenta «0 × ∞»); la otra, o bien prohíbe esa acción o bien obliga a un resultado diferente (la fuga de la zorra; o «∞» para «0 × ∞»).
En el duelo entre los ajedrecistas y en el que sostuvieron Lélape y la zorra hubo, en los hechos, un resultado: empate. El duelo entre las leyes que se arrogaban la continuación de la partida o el desenlace de la cacería, en cambio, no tuvo —no podía tener— ningún resultado. La cláusula que impone las tablas y el acto que congela invictos a los animales no dirimen el pleito jurídico: lo anulan. No le asignan la razón a alguna de las dos leyes en discordia ni la reparten entre ambas, en partes iguales o desiguales; simplemente, suprimen la discusión. Es todo lo que se puede hacer, que no es poco, para superar la contradicción, ante la imposibilidad de resolverla.

2.

Las jugadas consistentes dan lugar a otras jugadas porque se resuelven, siquiera al cabo de una infinidad de pasos (los que componen, por ejemplo, el cálculo de π, √2, «10÷3», o la carrera de Aquiles y la tortuga). Las jugadas inconsistentes, en razón de su imposibilidad de resolverse, no dan lugar a otras jugadas y estancan en su irresolución el juego.
Una inalterable igualdad de fuerzas, que hace a cada litigante tan invulnerable como inofensivo, determina que el pleito entre las leyes no pueda dirimirse. Pero a la vez es necesario que lo haga, porque de esa resolución depende que un perro atrape o no a una zorra y que un rey pueda o no mover (o que a un hombre se lo deje pasar o se lo ahorque); en definitiva, de esa resolución depende la reanudación de cada juego (para concluir o para proseguir).
Tensada entre la imposibilidad y la necesidad de un desenlace, la discusión entre las leyes no puede cesar por sí misma; será indispensable que algo exterior o suplementario le ponga fin o la evite a tiempo, si no se quiere sufrir la perpetuación de su vanidad. De eso trabajan las tablas forzosas en el ajedrez y la petrificación en Tebas (y el régimen de excepciones en la aritmética y la absolución del viajero que recomienda Sancho Panza).

3.

Aquello que la primera versión de un reglamento ha permitido gestar y que ningún jugador puede resolver, debe ser superado. Para ello, en nuestro muestreo ampliado habrá dos tipos de expedientes, uno interno y otro externo: un mecanismo del mismo juego que prevenga —como hace la aritmética— o que suprima —como hace el ajedrez— la discusión estéril entre las leyes; o una intervención providencial que la suspenda para siempre —como hace Zeus— o que la pase por alto —como hace Sancho Panza.

Antes de que las tablas vinieran a ilegalizarlo, el acto indecidible de mover el rey ahogado (lo mismo que el de multiplicar 0 por ∞) no era ilegal, puesto que no se había transgredido ninguna ley para llegar a él. El problema residía en que las dos reglas con las que ahí se debía cumplir eran contradictorias entre sí (el cumplimiento —que es ineludible— de cualquiera de ellas implica la transgresión de la otra). Que en el camino no se hubiera transgredido ninguna ley, hacía admisible la jugada, la habilitaba; la relación contradictoria que había entre las leyes de esa situación, la hacía imposible (‘injugable’). Lo que inhibía al juego no podía conservar por más tiempo su carácter legal; entonces, para salvarse del suicidio, el juego debió ilegalizar sus contradicciones.
Generalicemos. Al momento de jugar, de hacer uso de un reglamento, todas las leyes que lo integran están por igual vigentes. Pero en lo que hace al reglamento como gramática de un juego, puede haber leyes suplementarias que hayan sido constituidas en un tiempo lógico posterior al de las otras. En una primera instancia, un juego legaliza una parte de lo posible e ilegaliza otra (es decir, se reglamentan actos, se legisla). En una segunda instancia, el juego —si quiere conservar su condición de consistente— debe hacer ilegal lo imposible que se haya revelado en algún encuentro legítimo de leyes.

No de todos los juegos la contradicción es una ilegalidad de segunda instancia, decretada ad hoc. Por un lado, no todos los juegos necesitan ilegalizar sus contradicciones, sino sólo los que se construyen observando las reglas de una lógica de tautologías, que —por definición— excluye la contradicción. Por otro lado, la contradicción es una ilegalidad de primera instancia en nuestro juego del sentido, como el retroceso de un peón lo es en el ajedrez. La jugada que es ilegal en la lógica de tautologías es imposible para los juegos que la presuponen, que por eso y recién entonces ilegalizan esa jugada.



1.

Lélape, predestinado a atrapar lo que persiga, tiene más poder que sus presas y que otros cazadores; la zorra de Teumeso, predestinada a escapar de quien la persiga, tiene más poder que sus perseguidores y que otras presas. El que asignó estos destinos es un jugador más poderoso que los que deben acatarlos, pero nunca más poderoso que el propio juego en el que actúa; si lo fuera, podría imponerlos hasta su cumplimiento efectivo, que es algo a lo que el juego se opone.
Para decirlo de otro modo, la posibilidad que tiene un poder de ser tal es una cuestión anterior a la de su medida. La fuerza de Zeus no puede ser superior a la del juego sin el cual no se ejercería (ejercicio que se cumple bajo la forma de jugadas: la donación de destinos o atributos, la petrificación, etc.).

2.

Seguramente es necesario tener el poder de un dios para petrificar a dos animales que corren; quien lo consigue se ubica por encima de las leyes que les niegan a los mortales la consumación de ese prodigio. Sin embargo, las circunstancias y condiciones en las que Zeus exhibe su poderío hacen de esa exhibición un signo de la limitación insuperable que sufre su poder: si convirtió en estatuas de mármol al perro y a la zorra fue porque no tenía el poder de hacer que éstos ejercieran sus poderes contradictorios, como ya fue dicho.
Una vez iniciada la carrera, Zeus no puede solucionar lo insoluble que se ha planteado en Tebas; maniatado por la lógica, él sólo puede decidir, como las leyes suplementarias del ajedrez y la aritmética (y como Sancho Panza), qué hacer ante el caso de inconsistencia, cómo superarlo. Su acción está más cerca de la ejecución de una necesidad que del ejercicio de una libertad.

Continuará...

...Continúa (20 de agosto de 2009)


V. Ante la contradicción

1.

Se puede denunciar que el mito griego incurre en un error al permitir que el encuentro de los enemigos infalibles tenga lugar; la persecución no sólo no podría haber terminado, sino que ni siquiera debería haber empezado. En esta opinión, la duración extensa del episodio (la separación entre un inicio inocente y el final abrupto que impuso un dios de reflejos lentos) es una licencia literaria, no una sutileza lógica.
Dotar a un perro y a una zorra de poderes contradictorios (ya sea por una gracia divina o como consecuencia de haber accedido al límite de los recorridos mágicos infinitos) es posibilitar una contradicción, incluso plantearla, pero no es realizarla. Recién el ejercicio efectivo de esos poderes sería (la perpetración de) una contradicción. Sin embargo, Lélape y la zorra no llegan a tanto; sus tentativas los acercan tanto como los alejan de ese logro.
Los dos animales estaban destinados a vencer en todo duelo. Si alguno, en desmedro del otro, hubiese logrado hacer cumplir su destino en el duelo que los cruzó, se habría cometido un error simple; si lo hubiesen logrado ambos —en perjuicio recíproco—, se habría cometido un error doble. Pero en el campo de Tebas no se llegó a cometer ningún error: tanto la acción de Lélape como la acción de la zorra de Teumeso nunca dejan de ser un puro intento, tan imposible de abandonar (por los imperativos que lo rigen) como de resolver (por la contradicción en que se encuentran esos imperativos). Así, por las condiciones mismas del evento, el cumplimiento de los destinos contradictorios se posterga perpetuamente.
En Tebas esa postergación es interrumpida por la intervención divina. Pero cuando Zeus congeló en su acción a los rivales, lo que hizo no fue exactamente evitar que se arribara a una contradicción; sólo le ahorró al episodio una eternidad agitada (a cambio de otra inmóvil). (Algo parecido hacen las tablas cuando detienen la partida entre dos reyes solitarios; los reyes comparten con los animales la imposibilidad de vencer, pero no tienen, como ellos, la necesidad lógica de hacerlo.)
En definitiva, lo que dice la objeción es cierto, pero no es feliz su aplicación al caso. En el tablero de nuestro juego lógico, la contradicción no puede suceder y, en efecto, no sucede en ningún caso; sólo podemos asistir a su puro intento, a su mero planteo, a su gestación perpetua, a su posibilidad inactualizable, pero nunca a su realización.
Como se ve, de la contradicción cabe decir las mismas negaciones que del infinito, las que lo definen como potencial en lugar de actual (por su parte, en la definición positiva del infinito, la igualdad cardinal entre el todo y la parte —recordemos— es afín a la igualdad inconsistente de una paradoja, que es una tentativa de contradicción).

2.

Una segunda objeción (o una variante de la primera) sostiene que la contradicción no puede siquiera plantearse, que es ilegítima de raíz. Se argumenta que la contradicción entre dos afirmaciones es prueba —indirecta: una reducción al absurdo— de la falsedad de alguna de ellas. Conociendo las alternativas viables de nuestro reglamento lógico, sabemos que si alguien nos dice que tiene un perro de caza infalible y otro nos cuenta que tiene una zorra inalcanzable, por lo menos una de las dos jactancias es falsa.
A Jan Fei, siglo III a.C., se le atribuye esta versión china de la paradoja, que también habla de dos jactancias incompatibles:
«En el reino de Chu vivía un hombre que vendía lanzas y escudos. “Mis escudos son tan sólidos —se jactaba— que nada puede traspasarlos. Mis lanzas son tan agudas que nada hay que no puedan penetrar”. “¿Qué pasa si una de sus lanzas choca con uno de sus escudos?”, preguntó alguien. El hombre no replicó.»*
En Fábulas chinas, Barcelona, Editorial Astri, 2000, p. 49; selección y traducción de A. Laurent.

Como se ve, se trata de un simple empleo del principio de no contradicción. A diferencia de la primera objeción, esta es técnicamente irrecusable, virtud que es suficiente para acertar en los veredictos, pero no para reflexionar sobre el juego de reglas con que se juzga. Son dos posturas ante la contradicción: en una, me limito a aplicar un reglamento; en la otra, lo hago objeto de una teorización. La primera postura es técnica; en ella asumo una perspectiva desde adentro de una legislación, como la que tiene un juez. La segunda es filosófica; en ella adopto una perspectiva externa, desde la cual observo la legislación misma (a la que someto a experimentos teóricos: no para otra cosa puede servirnos una contradicción). En esta actitud, importa saber cuáles son las condiciones que hacen posible un reglamento, a través de los efectos de su distorsión; las circunstancias técnicas de su uso podemos darlas por conocidas (sin ellas, careceríamos de toda habilidad para la práctica del juego).

Continuará...

...Continúa (25 de agosto de 2009)


VI. Los dos juegos de leyes

1.

En rigor, no hay uno sino dos juegos posibles (formulables) de leyes, regidos por reglas opuestas: uno de consistencia (o tautologías) y el otro de inconsistencia (o anti-tautologías). En el primero, la contradicción está prohibida; en el segundo, es obligatoria. Si los unificásemos, tendríamos un juego de leyes que sería no sólo inconsistente, sino incluso ‘autoinconsistente’. Veamos por qué.
El juego unificado cuyas piezas son leyes estaría regido a su vez por una ley que inhibe la contradicción y otra que la exige. Tales reglas entrarían ellas mismas en contradicción en todos los casos, es decir, en las dos clases de casos posibles, que son complementarias: allí donde se violase la primera regla (porque se suscita una contradicción entre leyes de algún otro juego) y allí donde se violase la segunda regla (porque no se suscita una contradicción). Entre los casos del primer grupo se cuentan la persecución de Tebas, el ahogo del rey y la multiplicación «0 × ∞»; entre los del segundo grupo, cualquier jugada no contradictoria (un duelo entre animales falibles, la apertura P4R, la cuenta «2 × 8», etc.). Así, si en una encrucijada cualquiera dos leyes de otro juego se contradijeran, una regla del juego deóntico unificado (la que prohíbe esa relación) exigiría la destitución del caso inconsistente, y la otra, con no menos fuerza, su instauración. Y si no se contradijeran, la regla que obliga a ello exigiría la anulación de la jugada consistente, y la otra, su conservación.

2.

La ley que prohíbe la contradicción y la ley que la requiere son también piezas del juego en el que actúan —en diferente instancia— como leyes. Por lo tanto, les incumben también a ellas sus propios rigores; es decir: se pliegan sobre sí mismas, para terminar atravesando el mismo proceso que, por acción de ellas, atraviesan los otros casos contradictorios. El primer pliegue dice así: la contradicción pertinaz en que viven estas piezas comporta una transgresión a la ley que prohíbe la contradicción (al tiempo que un cumplimiento de la ley opuesta). En el segundo pliegue, la ley que ha sido transgredida hace fuerza porque el caso contradictorio sea eliminado; idéntica fuerza para que no sea eliminado hace la ley que obliga a la contradicción. Así, de aceptarse esa convivencia incompatible, el juego no sólo sería inconsistente, sino incluso ‘autoinconsistente’.
Si todas las movidas del ajedrez presentasen el mismo dilema que la del rey ahogado (es decir, si toda acción legislada sufriera al mismo tiempo una prohibición y una obligación), el ajedrez sería un juego inconsistente, e incluso de un modo exhaustivo, pero no ‘autoinconsistente’. Esta propiedad sólo puede ostentarla un juego cuyo repertorio de piezas incluya también a sus propias leyes; tal condición es cumplida por el juego de leyes unificado.


VII. Consideraciones finales

1.

En el espacio del juego de leyes consistente (en alguno de los juegos que éste apadrina) se ha transplantado una jugada proveniente del juego de leyes de la inconsistencia. Una contradicción es una jugada intercalada en un juego extraño a ella. Y como la relación que hay entre el juego de leyes consistente y el inconsistente está signada (constituida, incluso) por la negación, la inserción de tal jugada niega la acción de ese juego, su jugar: inhibe cualquier otra jugada. Se ha introducido una jugada que allí no puede ser resuelta, que supone un juego inverso y, por ende, la negación del juego que la sufre.

2.

Instalados irremediablemente en la consistencia, podemos pensar sobre la inconsistencia, pero no inconsistentemente; podemos formular la acción inconsistente, pero no podemos perpetrarla; podemos superar una inconsistencia, pero no podemos resolver la contradicción que la suscita. Pensar o realizar una contradicción con nuestra lógica de tautologías es un despropósito semejante al de intentar señalar un rincón oscuro con el haz de luz de una linterna.

3.

La imposibilidad de perpetrar una contradicción con la misma herramienta que necesita de esa imposibilidad para ser consistente es el límite del sentido; es lo que hace que el sentido pueda ser concebido o experimentado como una constricción. El gusto retórico por las paradojas (o el gusto por las paradojas retóricas) acaso sea una reacción ante la imposibilidad de ese contrasentido, subjetivada como prohibición inviolable. Para muchos paladares, las paradojas tienen ese sabor mágico de lo que zafa de una limitación rigurosa, de lo que sale victorioso o airoso de un desafío. Las paradojas nos regalan la ilusión de ser libres (poderosos) ahí donde el sentido no nos lo permite (a cambio, apenas, de permitirnos significar).

4.

Dado que todo hecho sólo puede ser imposible bajo ciertas condiciones (en cierto juego cuyas reglas transgrede), lo peor que puede suceder es que no podamos concebir un juego en el que determinado hecho sea posible. Pero tal situación no nos habilitaría a afirmar que el hecho en cuestión es absolutamente imposible; sólo podríamos afirmar que el juego más potente del que disponemos para producir hechos no puede producir ese. Machaquemos sobre este punto.
De la existencia de un hecho inasimilable en cualquier juego no podríamos inferir la imposibilidad absoluta de ese hecho, sino sólo el poderío imperfecto de todo juego. No hay imposibilidades absolutas, sino ilegalidades relativas (a tal o cual juego). Que el juego en relación al cual un hecho es legal no sea conocido o no pueda concebirse, no implica que ese hecho sea una ilegalidad absoluta; que el último juego de nuestra colección (el juego del sentido) lo tenga por ilegal, puede significar que nuestra colección de juegos es insuficiente, incompleta. Podemos afirmar, con rigor, que el juego donde ese hecho es legal —donde no es imposible— no pertenece a nuestra colección; daríamos una mera opinión si aventurásemos que tampoco existe o que no puede existir en absoluto. Nunca podemos afirmar el hallazgo de una imposibilidad absoluta, sino sólo el de un límite (y una limitación) de nuestra colección de juegos, de nuestra fábrica de conceptos.

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