Entre leyes hay cornadas



(Frag­men­to adap­ta­do de El juego del sen­ti­do)

1.

La trans­gre­sión (o el cum­pli­mien­to) es una re­la­ción entre una ju­ga­da y una ley del juego en cues­tión; ese no es el caso de una con­tra­dic­ción. Así como un jaque es una re­la­ción entre pie­zas de aje­drez, una con­tra­dic­ción es una re­la­ción entre leyes, que son las pie­zas de un juego deón­ti­co. Hay, en este juego, otras dos cla­ses de re­la­cio­nes: ade­más de con­tra­de­cir­se, las leyes-pie­zas pue­den com­ple­men­tar­se y pue­den des­de­cir­se.
En pri­mer lugar, con­si­de­re­mos el uni­ver­so de las ac­cio­nes po­si­bles (ni im­po­si­bles ni ne­ce­sa­rias). Con­si­de­re­mos luego una pri­me­ra ope­ra­ción sobre ellas: su ne­ga­ción. El ob­je­to de cual­quier ope­ra­ción deón­ti­ca (se trate de una per­mi­sión, una prohi­bi­ción o una obli­ga­ción) per­te­ne­ce­rá al con­jun­to for­ma­do por las ac­cio­nes po­si­bles y sus co­rres­pon­dien­tes ne­ga­cio­nes.
Eli­ja­mos, por ejem­plo, la ac­ción de in­gre­sar, y demos por hecho la po­si­bi­li­dad de ne­gar­la. Dis­tin­ga­mos, en­ton­ces, entre una per­mi­sión po­si­ti­va (“Te per­mi­to in­gre­sar”) y una per­mi­sión ne­ga­ti­va (“Te per­mi­to no in­gre­sar”). Ne­gan­do la pri­me­ra, ob­te­ne­mos una prohi­bi­ción (“No te per­mi­to in­gre­sar”); ne­gan­do la se­gun­da, una obli­ga­ción (“No te per­mi­to no in­gre­sar”). En su pri­mer ofi­cio, la ne­ga­ción opera sobre el ob­je­to (“in­gre­sar”) de una ope­ra­ción deón­ti­ca, la per­mi­sión, lo que la du­pli­ca; en su se­gun­do ofi­cio, la ne­ga­ción opera sobre el re­sul­ta­do an­te­rior, no ya sobre el ob­je­to de la per­mi­sión sino sobre la per­mi­sión misma, en sus dos for­mas, y al ha­cer­lo funda sen­das ope­ra­cio­nes nue­vas.
En esta pers­pec­ti­va, bas­tan una ac­ción, la ne­ga­ción y una sola de las ope­ra­cio­nes de re­gla­men­ta­ción para cons­ti­tuir cual­quier ley. Ello no sig­ni­fi­ca, sin em­bar­go, que en la se­cuen­cia des­crip­ta se cifre la gé­ne­sis uní­vo­ca de una norma; po­de­mos na­rrar en sen­ti­do in­ver­so la his­to­ria y par­tir de la prohi­bi­ción y de la obli­ga­ción para ob­te­ner, ne­gán­do­las, la per­mi­sión po­si­ti­va y la per­mi­sión ne­ga­ti­va, res­pec­ti­va­men­te (los tér­mi­nos son, ne­ga­ción me­dian­te, in­ter­de­fi­ni­bles). Más allá de estas pre­ten­sio­nes de prio­ri­dad on­to­ló­gi­ca, lo cier­to es que todo juego tiene una zona doble de li­ber­tad (in­te­gra­da por las per­mi­sio­nes) y otra, igual­men­te doble, de ne­ce­si­dad (obli­ga­ción y prohi­bi­ción); poco im­por­ta qué zona se haga de­ri­var de la otra.

2.

Cuan­do, den­tro de un mismo nivel de ope­ra­ción, aque­llo a lo que una ley obli­ga es dis­tin­to a lo que otra prohí­be, su re­la­ción no es pa­ra­dó­ji­ca; caso con­tra­rio, sí lo es. Si no me­dian igual­da­des in­di­rec­tas (es decir, di­si­mu­la­das por la he­te­ro­ge­nei­dad de las ins­tan­cias a las que per­te­ne­cen las leyes), la di­fe­ren­cia entre ob­je­tos le­gis­la­dos nunca es pro­ble­má­ti­ca. En cam­bio, cuan­do dos leyes tie­nen el mismo ob­je­to (“in­gre­sar”, por ejem­plo), en­tran en con­flic­to si una de ellas o ambas per­te­ne­cen a la zona de ne­ce­si­dad.
Vea­mos pri­me­ro el caso pa­cí­fi­co, en que las leyes que tie­nen el mismo ob­je­to per­te­ne­cen ambas a la zona de li­ber­tad. Las dos cla­ses de per­mi­sio­nes se com­ple­men­tan y, de hecho, se im­pli­can mu­tua­men­te: si tengo per­mi­ti­do in­gre­sar, tam­bién tengo per­mi­ti­do no in­gre­sar (si lo tu­vie­ra prohi­bi­do, in­gre­sar sería obli­ga­to­rio y no me­ra­men­te algo per­mi­ti­do; si lo tu­vie­ra obli­ga­do, in­gre­sar es­ta­ría prohi­bi­do); y, a la in­ver­sa, si tengo per­mi­ti­do no in­gre­sar, tam­bién lo tengo el in­gre­sar (si lo tu­vie­ra prohi­bi­do, no in­gre­sar sería obli­ga­to­rio; si lo tu­vie­ra obli­ga­do, no in­gre­sar es­ta­ría prohi­bi­do). La per­mi­sión su­po­ne un de­re­cho de op­ción.
Vea­mos ahora las dos cla­ses de con­flic­tos pro­vo­ca­dos por la per­te­nen­cia mixta de las leyes, por un lado, y por su per­te­nen­cia ex­clu­si­va a la zona de ne­ce­si­dad, por el otro. Cuan­do se con­ju­gan, cada una de las per­mi­sio­nes y sus res­pec­ti­vas ne­ga­cio­nes —la prohi­bi­ción y la obli­ga­ción— se des­di­cen (una dice lo in­ver­so —la ne­ga­ción— de la otra): “Te per­mi­to y te prohí­bo in­gre­sar”; “Te per­mi­to no in­gre­sar y te obli­go a in­gre­sar”. Por úl­ti­mo, la prohi­bi­ción y la obli­ga­ción, apli­ca­das a un mismo acto, se con­tra­di­cen (una dice lo con­tra­rio de la otra, no lo in­ver­so): “Te obli­go a in­gre­sar y te prohí­bo ha­cer­lo”.

3.

Se­ña­le­mos al­gu­nas di­fe­ren­cias que pre­sen­tan los con­flic­tos entre leyes sus­ci­ta­dos por las dos úl­ti­mas re­la­cio­nes.
Cuan­do el guar­dián de “Ante la ley” le su­gie­re al cam­pe­sino que puede in­ten­tar in­gre­sar a pesar de su prohi­bi­ción, no está lejos de per­mi­tir­le aque­llo que le prohí­be (po­de­mos con­je­tu­rar, por sus pa­la­bras, que no se lo hu­bie­ra im­pe­di­do, pero de ahí a otor­gar­le el per­mi­so hay un tre­cho que el guar­dián jamás re­co­rre). Su­pon­ga­mos que ese hu­bie­ra sido el caso. El cam­pe­sino, en esta nueva va­rian­te, tiene prohi­bi­do y a la vez per­mi­ti­do in­gre­sar (como ya hemos visto, que lo tenga per­mi­ti­do no sig­ni­fi­ca que deba ha­cer­lo; es más: sig­ni­fi­ca que no está obli­ga­do a ha­cer­lo). Ni la for­mu­la­ción de esta ley es aún pa­ra­dó­ji­ca ni la ac­ción del cam­pe­sino es irre­so­lu­ble, in­de­ci­di­ble.
Como toda per­mi­sión es doble, el hom­bre aquí puede hacer tres cosas: usar el per­mi­so a en­trar, abs­te­ner­se (es decir, usar el per­mi­so a no en­trar) y aca­tar la prohi­bi­ción. De las tres al­ter­na­ti­vas, sólo la pri­me­ra pro­vo­ca un con­flic­to entre las nor­mas. Si el cam­pe­sino opta por no in­gre­sar, no hay con­tra­dic­ción entre ellas, si bien tam­po­co com­ple­men­ta­rie­dad; lo que hay es más bien su­per­po­si­ción: es im­po­si­ble dis­cer­nir, en la de­ci­sión del cam­pe­sino, entre un aca­ta­mien­to de la prohi­bi­ción y un uso de su de­re­cho a no in­gre­sar. Sólo si el cam­pe­sino, en el ejer­ci­cio de su li­ber­tad, de­ci­die­ra en­trar en vez de no en­trar, la prohi­bi­ción y la per­mi­sión cho­ca­rían: la pri­me­ra lo con­de­na­ría, la se­gun­da lo exi­mi­ría.
Su­pon­ga­mos, en­ton­ces, que el hom­bre in­gre­só. El di­le­ma irre­so­lu­ble, que ha sur­gi­do ante el hecho con­su­ma­do, lo tiene aquí el guar­dián; la des­au­to­ri­za­ción re­cí­pro­ca de dos leyes ge­ne­ra un di­le­ma de jui­cio, ya sea res­pec­to de una san­ción (el cam­pe­sino que ha en­tra­do, ¿ejer­ció un de­re­cho o debe ser san­cio­na­do por haber trans­gre­di­do una prohi­bi­ción?) o res­pec­to de una in­ter­pre­ta­ción (el cam­pe­sino que no ha en­tra­do, ¿cum­plió con la prohi­bi­ción o hizo uso de la per­mi­sión ne­ga­ti­va?).
Una de las dos nor­mas de­be­ría haber rec­ti­fi­ca­do a la otra, de­be­ría ha­ber­la re­em­pla­za­do; al per­ma­ne­cer ambas, se des­di­cen o se ig­no­ran re­cí­pro­ca­men­te, según el cam­pe­sino re­suel­va in­gre­sar o no in­gre­sar. La pre­sen­cia o au­sen­cia de con­flic­to re­sul­ta de lo que de­ci­da hacer el hom­bre. En cam­bio, la con­tra­dic­ción entre la obli­ga­ción y la prohi­bi­ción de in­gre­sar no re­sul­ta ni de­pen­de de lo que el cam­pe­sino elija, por­que de hecho él ahí ya no está en li­ber­tad de ac­tuar, sino en la ne­ce­si­dad de ha­cer­lo. Como esa ne­ce­si­dad es con­tra­dic­to­ria, su acto —su cum­pli­mien­to de la norma pa­ra­dó­ji­ca— es in­de­ci­di­ble. Aquí, el di­le­ma irre­so­lu­ble, que es pre­vio al acto al que debe jus­ti­fi­car, lo tiene el cam­pe­sino; la con­tra­dic­ción entre dos leyes ge­ne­ra un di­le­ma de ac­ción (¿debo en­trar o debo no en­trar?).

4.


VEA


En un epi­so­dio de la serie El Zorro (“An eye for an eye”, emi­ti­do por pri­me­ra vez el 20/11/1958, es­cri­to por Bob Weh­ling y di­ri­gi­do por Wi­lliam Wit­ney), el sar­gen­to De­me­trio López Gar­cía man­tie­ne un diá­lo­go ca­rro­lleano con Diego de la Vega en Mon­te­rey:



La misma re­bel­día del pue­blo de Mon­te­rey ejer­ci­ta, con in­fi­ni­ta te­na­ci­dad, la Tor­tu­ga de Lewis Ca­rroll; y la res­pues­ta del go­ber­na­dor in­te­ri­no es la misma que adop­ta la ló­gi­ca, según el exas­pe­ra­do Aqui­les (cf. Lewis Ca­rroll, “Lo que la tor­tu­ga le dijo a Aqui­les”, en El juego de la ló­gi­ca, Ma­drid, Alian­za, 1990; pá­gi­na 157):
«“En­ten­dá­mo­nos. Yo acep­to A y B y C y D. Su­pon­ga­mos que yo me niego, sin em­bar­go, a acep­tar Z”. “¡En ese caso la ló­gi­ca la aga­rra­ría a usted por el cue­llo y la obli­ga­ría a ha­cer­lo! —re­pli­có triun­fal­men­te Aqui­les—. La ló­gi­ca le diría: ‘No tiene otro re­cur­so. Si ha acep­ta­do A y B y C y D, debe usted acep­tar Z.’ No hay al­ter­na­ti­va, como puede ver.”»
Por su­pues­to, la ley (o meta-ley) que la ló­gi­ca pro­mul­ga para obli­gar a la Tor­tu­ga a acep­tar Z, pasa a cons­ti­tuir la pro­po­si­ción E (“Si A y B y C y D son ver­da­de­ras, Z debe ser ver­da­de­ra”) de una serie in­fi­ni­ta in­ter­ca­la­da entre las pre­mi­sas de un si­lo­gis­mo (A: “Dos cosas igua­les a una ter­ce­ra son igua­les entre sí”; B: “Los dos lados de este trián­gu­lo son igua­les a un ter­ce­ro”) y su con­clu­sión (Z: “Los dos lados de este trián­gu­lo son igua­les entre sí”).

Vol­va­mos al guar­dián de Kafka. Los mis­mos con­flic­tos y acuer­dos entre re­glas que vimos antes pue­den for­mu­lar­se de un modo in­di­rec­to para cual­quie­ra de ellas; bas­ta­rá con des­ple­gar la se­cuen­cia vir­tual­men­te in­fi­ni­ta de meta-leyes que anida en cada ley.
Si es con­sis­ten­te, en la prohi­bi­ción de in­gre­sar está im­plí­ci­ta la prohi­bi­ción de trans­gre­dir —o la obli­ga­ción de cum­plir— esa prohi­bi­ción (y en ésta, la prohi­bi­ción de trans­gre­dir la prohi­bi­ción de trans­gre­dir la prohi­bi­ción de en­trar, y así in­de­fi­ni­da­men­te). Si hasta aquí la con­sis­ten­cia ha sido una re­la­ción entre dos leyes de un mismo juego, vemos ahora cómo toda ley es a su vez un sis­te­ma in­fi­ni­to de leyes su­ce­si­va­men­te im­plí­ci­tas, entre las cua­les puede haber re­la­cio­nes de con­sis­ten­cia o de in­con­sis­ten­cia, acuer­dos o con­flic­tos.
Po­de­mos in­ter­pre­tar —sin que cam­bie el re­sul­ta­do final— que nues­tro guar­dián hi­po­té­ti­co, en vez de per­mi­tir­le al cam­pe­sino lo mismo que le prohí­be (lo que su­po­ne dos leyes dis­tin­tas), al­te­ra o ig­no­ra el im­plí­ci­to de su prohi­bi­ción: le prohí­be al cam­pe­sino el in­gre­so a la Ley, pero no le prohí­be des­obe­de­cer su prohi­bi­ción.
Si al­te­ra ese im­plí­ci­to, o bien au­to­ri­za o bien obli­ga a trans­gre­dir su pro­pia norma, y así lle­ga­mos a los mis­mos con­flic­tos que había entre dos leyes que se des­de­cían o que se con­tra­de­cían: de un modo in­di­rec­to, al cam­pe­sino se le per­mi­te o se lo obli­ga a lo mismo que se le prohí­be. (Esa iden­ti­dad entre el ob­je­to de la prohi­bi­ción y el de la per­mi­sión u obli­ga­ción está aquí di­si­mu­la­da por una di­fe­ren­cia de ni­ve­les: la ley que prohí­be el in­gre­so está in­clui­da —men­cio­na­da— en su im­plí­ci­to al­te­ra­do, es decir, en la ley que —según el caso— au­to­ri­za u obli­ga a su desobe­dien­cia; el ob­je­to de ésta es di­fe­ren­te al de aqué­lla no por­que las leyes se re­fie­ran a cosas dis­tin­tas, sino por­que están en dis­tin­tos ni­ve­les.)
Su­pon­ga­mos ahora que el guar­dián ig­no­ra el im­plí­ci­to de su prohi­bi­ción: no le da al cam­pe­sino el per­mi­so o la orden de des­obe­de­cer­la, pero tam­po­co se lo prohí­be; ce­ñi­do a su fun­ción, él de­le­ga esa prohi­bi­ción en un se­gun­do guar­dián. A su vez, el cum­pli­mien­to de la prohi­bi­ción de este se­gun­do guar­dián es­ta­rá a cargo del ter­cer guar­dián, que le prohi­bi­rá al cam­pe­sino des­obe­de­cer la prohi­bi­ción (hecha por el se­gun­do guar­dián) de des­obe­de­cer la prohi­bi­ción (hecha por el pri­mer guar­dián) de in­gre­sar a la Ley. Así, el im­plí­ci­to de la ley de cual­quier guar­dián es for­mu­la­do como ley por el guar­dián si­guien­te, sin que haya uno úl­ti­mo que cie­rre la serie.
Por su­pues­to, este elen­co in­fi­ni­to es pres­cin­di­ble. Para re­pre­sen­tar en su exac­ta me­di­da la co­me­dia de meta-prohi­bi­cio­nes, po­dría­mos con­vo­car por igual a un solo guar­dián de inago­ta­ble bu­ro­cra­cia. Como sea, si el nú­me­ro de guar­dia­nes fuese in­fi­ni­to, la pro­por­ción de una prohi­bi­ción por guar­dián jamás se mo­di­fi­ca­ría. Si fuese fi­ni­to (y mayor que 1), el úl­ti­mo de ellos de­be­ría enun­ciar la in­fi­ni­tud res­tan­te: de­be­ría prohi­bir, en pri­mer lugar, que se trans­gre­da la prohi­bi­ción del guar­dián an­te­rior (el pe­núl­ti­mo); en se­gun­do lugar, que se trans­gre­da su pro­pia prohi­bi­ción; luego, que se trans­gre­da la prohi­bi­ción de trans­gre­dir su pro­pia prohi­bi­ción; etc. Para de­cir­lo de otro modo: el úl­ti­mo guar­dián asu­mi­ría, ade­más de la suya, la fun­ción de su su­ce­sor inexis­ten­te, y la del su­ce­sor de su su­ce­sor, y la del su­ce­sor del su­ce­sor de su su­ce­sor, y así si­guien­do.
Sea en un elen­co fi­ni­to o en uno in­fi­ni­to, si en al­gu­na puer­ta in­ter­na de la Ley un guar­dián no prohí­be lo que la con­sis­ten­cia le exige prohi­bir, sino que lo per­mi­te, des­au­to­ri­za a todos sus pre­de­ce­so­res, hasta lle­gar al pri­me­ro. Si, en vez de prohi­bir, obli­ga a trans­gre­dir la prohi­bi­ción pre­ce­den­te, con­tra­di­ce —saga me­dian­te— al pri­mer guar­dián. Y si no prohí­be ni per­mi­te ni obli­ga, en­ton­ces no per­te­ne­ce al elen­co de guar­dia­nes: no hace de (no es un) guar­dián.

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