La autoinclusión



1



Dadas dos mu­ñe­cas rusas cua­les­quie­ra, sólo una podrá in­cluir a la otra: ni ambas (re­ci­pro­ci­dad) ni nin­gu­na (igual­dad). La regla o ins­truc­ción ge­ne­ra mu­ñe­cas de ta­ma­ños di­fe­ren­tes y es­ca­lo­na­bles, que es­ca­lo­na­das hacen una fila inin­te­rrum­pi­da­men­te cre­cien­te o de­cre­cien­te de mu­ñe­cas va­cías o una su­ce­sión in­me­dia­ta de in­clu­sio­nes que ter­mi­na en la mu­ñe­ca más gran­de y sin nin­gu­na por in­cluir (es decir, una su­ce­sión de in­clu­sio­nes con­se­cu­ti­vas, or­de­na­das sin sal­tear­se nin­gún ta­ma­ño).
En el do­mi­nio de los ta­ma­ños fi­ni­tos, la mu­ñe­ca que in­clu­ye es más gran­de que la in­clui­da, que es menor a la que la in­clu­ye (al­te­rar este úl­ti­mo signo nos da la pa­ra­do­ja de los es­ca­la­fo­nes). En el do­mi­nio de los ta­ma­ños in­fi­ni­tos, el con­jun­to que in­clu­ye es más gran­de o igual que el con­jun­to in­clui­do (un sub­con­jun­to pro­pio, un combo que no sea idén­ti­co al menú com­ple­to, una parte que no coin­ci­da con la to­ta­li­dad); la op­ción de que sea igual es la que dis­tin­gue a los con­jun­tos in­fi­ni­tos de los fi­ni­tos, que no la tie­nen: por ejem­plo, los nú­me­ros pares del 1 al 10 son menos que los nú­me­ros del 1 al 10, entre los que están in­clui­dos; los nú­me­ros pares de toda la serie na­tu­ral son tan­tos como todos los nú­me­ros na­tu­ra­les, pares e im­pa­res. El es­cán­da­lo con­tra­in­tui­ti­vo de una parte tan gran­de como el todo la nueva arit­mé­ti­ca de ta­ma­ños trans­fi­ni­tos lo re­du­ce a la no­ti­cia so­bria de que esa suma de in­fi­ni­tos da un in­fi­ni­to igual, a la ecua­ción ex­cep­cio­nal (que nin­gún n fi­ni­to –ni nulo ni in­fi­ni­to– sa­tis­fa­ce) n+n = n. (En rigor, se le atri­bu­ye ese ca­rác­ter ex­cep­cio­nal desde las ha­bi­li­da­des y creen­cias ad­qui­ri­das en las ru­ti­nas fi­ni­tas; pero co­no­cien­do todas las cla­ses de nú­me­ros se ve que las re­la­cio­nes pe­cu­lia­res entre nú­me­ros fi­ni­tos son una ra­re­za, una co­lec­ción de co­ro­la­rios par­ti­cu­la­res de la fi­ni­tud –no de re­qui­si­tos uni­ver­sa­les–, que las ul­te­rio­res cla­ses de nú­me­ros, in­fi­ni­tas cla­ses trans­fi­ni­tas, des­co­no­cen, por de­fi­ni­ción. Uno de esos co­ro­la­rios es que, sien­do n ≠ 0, n+n no puede ser igual a n, res­tric­ción que nin­gu­na otra clase car­di­nal su­pe­rior tiene.)

2


En un museo de re­la­cio­nes fi­ni­tas, en la sala de in­clu­sio­nes pro­ba­ble­men­te nos en­con­tra­ría­mos pri­me­ro con estas en ex­hi­bi­ción: lo que in­clu­ye es sólo más gran­de que lo in­clui­do (el sen­ti­do en re­la­cio­nes de una sola mano y es­la­bo­na­bles, como las mu­ñe­cas rusas); lo que in­clu­ye es sólo más chico que lo in­clui­do (la anti-re­la­ción, el ab­sur­do por in­ver­sión de signo); lo que in­clu­ye es más gran­de y más chico que lo in­clui­do (el ab­sur­do en re­la­cio­nes de doble mano y es­la­bo­na­bles); lo que in­clu­ye es igual a lo in­clui­do, ni mayor ni menor (la no-re­la­ción de in­clu­sión, el ab­sur­do por va­cia­mien­to con­cep­tual, por ex­trac­ción de notas de­fi­ni­to­rias). Nin­gu­na di­fe­ren­cia, ambas di­fe­ren­cias, una di­fe­ren­cia, la otra. Una va­rian­te con­sis­ten­te y tres di­ver­sa­men­te in­con­sis­ten­tes. Siem­pre, dos par­ti­ci­pan­tes (dos cajas chi­nas o dos mu­ñe­cas rusas, por ejem­plo).
En otro sec­tor de la sala ex­hi­bi­rían una re­la­ción de in­clu­sión que apor­ta otra va­rie­dad de in­con­sis­ten­cia y que se dis­tin­gue de las cua­tro in­clu­sio­nes an­te­rio­res por­que la es­te­la­ri­za un solo par­ti­ci­pan­te; es, ob­via­men­te, la re­la­ción de au­to­in­clu­sión. Vea­mos lo bien que se lame el buey solo.

3

En el do­mi­nio de las re­la­cio­nes de in­clu­sión, X se re­la­cio­na con X como 0 se re­la­cio­na con 0 en la po­ten­cia­ción y en la di­vi­sión (o como ∞ se re­la­cio­na con ∞ en la resta y en la di­vi­sión). Como éstas, la au­to­in­clu­sión de X es una ju­ga­da in­so­lu­ble, tra­ba­da per­pe­tua­men­te en un con­flic­to entre po­de­res y ra­zo­nes de idén­ti­co peso, y es una ma­nio­bra prohi­bi­da por in­con­sis­ten­te. A con­ti­nua­ción, ve­re­mos en qué con­sis­te la in­con­sis­ten­cia que tra­man las ne­ce­si­da­des en­con­tra­das de la au­to­in­clu­sión, cuál es el con­flic­to entre leyes que se con­tra­di­cen en el en­cuen­tro de X con X en una re­la­ción de in­clu­sión.
Por una parte, la in­clu­sión su­po­ne una di­fe­ren­cia: X, que in­clu­ye a Z, es mayor que Z. Si no lo fuera —por­que fuese igual o por­que fuese menor—, no po­dría X in­cluir a Z: si fuese menor, por­que sólo po­dría ser in­clui­do por Z; si fuese igual, por­que no po­dría in­cluir­lo ni ser in­clui­do (por lo tanto, no po­dría haber re­la­ción de in­clu­sión entre X y Z, que pue­den ser dos mu­ñe­cas rusas de ta­ma­ños idén­ti­cos). Por otra parte, la iden­ti­dad in­di­vi­dual su­po­ne una igual­dad: X es idén­ti­co a sí mismo; entre otras cosas, eso im­pli­ca que no es ni mayor ni menor que sí, sino igual.
Así, la au­to­in­clu­sión in­vo­lu­cra dos im­pe­ra­ti­vos en con­tra­dic­ción, como en los re­sul­ta­dos in­de­ter­mi­na­dos de la arit­mé­ti­ca: X debe ser igual a X (para ser X, para tener iden­ti­dad); X debe ser de­sigual —mayor— a X (para in­cluir a X). Para ser, X está obli­ga­do a lo que, para in­cluir­se, tiene im­po­si­bi­li­ta­do: la igual­dad con­si­go mismo. O a la in­ver­sa: para in­cluir­se, X está obli­ga­do a lo que, para ser, está im­po­si­bi­li­ta­do: la di­fe­ren­cia res­pec­to de sí. En este ab­sur­do de doble faz, la igual­dad y la di­fe­ren­cia re­sul­tan tan ne­ce­sa­rias como im­po­si­bles.

4




En la pri­me­ra ne­ce­si­dad men­cio­na­da, la de ser, tanto la obli­ga­ción como la prohi­bi­ción de la igual­dad de X con­si­go mismo ad­mi­ten la po­si­bi­li­dad de que en algún caso (en cual­quie­ra de las dos trans­gre­sio­nes a esos im­pe­ra­ti­vos) esa igual­dad sea más una meta que un hecho. En ese caso, se tra­ta­ría de hacer que X fuera idén­ti­co a X.
No es lo im­po­si­ble el hecho de que X sea idén­ti­co a X, sino el hacer que X sea (lle­gue a ser) idén­ti­co a X (lo que pre­su­po­ne que no lo es). Aquel hecho es li­mi­ta­do y fi­ni­to: con­su­ma­do. En cam­bio, esta em­pre­sa es in­fi­ni­ta y li­mi­ta­da; X re­cién será igual a X cuan­do acabe de in­cluir­se a sí mismo (geo­mé­tri­ca­men­te, cuan­do se ter­mi­nen de sumar las in­fi­ni­tas su­per­fi­cies de­cre­cien­tes de la tapa #4 así di­vi­di­da o de una ima­gen entre es­pe­jos en­fren­ta­dos).
La au­to­in­clu­sión que es po­si­ble o con­sis­ten­te des­gra­na una in­fi­ni­tud con­ver­gen­te; se pa­re­ce a la di­vi­sión pe­rió­di­ca e in­fi­ni­ta de una iden­ti­dad, como la de una su­per­fi­cie di­bu­ja­da. Pero la in­fi­ni­ta serie de in­clu­sio­nes de X en X, donde cada X es di­fe­ren­te de los demás, tiene un lí­mi­te. Tanto vale decir que en ese lí­mi­te X es fi­nal­men­te igual a X o decir que esta igual­dad es el lí­mi­te de aque­lla in­fi­ni­tud de di­fe­ren­cias.
X, si es, no puede no ser (de hecho) idén­ti­co a X. Si no es, no puede lle­gar a ser (por de­re­cho) idén­ti­co a X. El cruce de estas re­glas hace único y ne­ce­sa­rio a X: ni él puede dejar de ser igual a X ni otro puede lle­gar a serlo. Su iden­ti­dad, que con­sis­te en este cau­ti­ve­rio, re­si­de en aquel lí­mi­te.
Dejo el tema de la iden­ti­dad y las re­la­cio­nes de igual­dad para otro en­sa­yo.

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