Dos visiones



“Dos visiones” (Lito Vitale)
Del disco Vitale-Baraj-González (1985)



1. La excepción y la yapa (o El rayo que no cesa)

«una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo»

Los dos primeros versos del poema 23 de Árbol de Diana, de Alejandra Pizarnik.


Imaginemos un personaje (ni siquiera su historia) que sea ciego, pero al que un deseo concedido le haya permitido ver –por primera vez o de nuevo– por 1 minuto y por única vez, y que una yapa de la concesión le permita seguir, con cada rememoración de lo visto, la secuencia de suertes posteriores que tuvo y va teniendo cada cosa, animal, planta y persona presentes en el único cuadro que se exceptuó a su ceguera.
En el género fantástico de esta imaginación, no tardamos mucho en ver el prodigio de la yapa, que no cesa, mayor que el de la visión exceptuada, que fue súbita y efímera (o sea, fugaz, como un rayo). Además de serle concedido a X el minuto deseado, se le agregó una gracia que ocupa el resto de su vida y abarca el de varias otras.
Gracias a su videncia memoriosa, X visita esas vidas sin perderles nunca el rastro, y puede volver a cualquier momento de cualquiera de ellas, como un lector a cualquier página de un libro (con la diferencia de que X sabe que las secuencias de la yapa son verídicas y las de una novela, ficticias). Al cabo de su vida, X posiblemente habrá acumulado tantas imágenes del mundo como quienes lo han visto durante más de 1 minuto, incluso toda la vida.

2. Ser para ver

          «Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.»

          Julio Cortázar, “Axolotl”.


          «...quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.»

          Jorge Luis Borges, en el final de “La muralla y los libros”

El lugar es un aula grande, más profunda que ancha pero mucho de ambas. Una o dos filas delante, oblicua al estudiante X, una chica con minifalda se sienta y apoya los pies en el respaldo del asiento de enfrente. Un reflejo pajero le hace darse cuenta a X de que hay una perspectiva no baldosera desde donde se ve el interior de la minifalda (y con tiempos de contemplación, no con la fugacidad del pase de Sharon Stone). Un segundo reflejo le hace imaginarse esa perspectiva y su visión. Como buen “hecho estético”, la minifalda es la “inminencia de una revelación, que no se produce” hasta que se produce, siquiera bajo los efectos de una imaginación poderosa. (De qué tan poderosa sea depende la conciencia que conservemos del truco: cuanto más, menos.)
Pronto X se cuelga con uno de esos Qué pasaría si... que a veces –no esta– continúa con la extracción de una consecuencia tan o más rigurosa que elegante (lo cual no define un valor, ni en detrimento ni a favor de su inversa; pero sí una dirección en que escalará el valor de ese producido). Tal vez porque lo revelado es una entrepierna y no una cola, X se desliza del pajerismo al divague y pasa de imaginar esa vista a imaginar ser el que la tiene.
Si esa imaginación es absolutamente poderosa, X cabalmente ve lo que ve (o vería, si existiera) ése en el que se convirtió, cosa que olvidó al instante (sin el gradualismo del axolotl). (La mudanza vuelve itinerante la perspectiva de X, no múltiple.) Si es menos que absoluta (o sea, antes del límite de una gradación infinita de poder o libertad), la imaginación no incluye el olvido total ni, por lo tanto, una conversión cabal, sino ilusiones sucedáneas. Dicho de otra manera: si X imaginara con suficiente intensidad estar suspendido en el aire mirando esas piernas hasta el final, lograría (quedar cautivo en la ilusión de) tener esa visión, ubicarse detrás de esa mirada, ver lo que ve ése de frente que se imagina ser.
Cuando la ilusión no es perfecta, convive con rastros de lucidez y memoria. Me voy a referir a dos: uno, el selectivo no ver de X, gracias al cual puede mantener un pie en la ilusión; otro, su indiscriminado no ser visto, gracias al cual no llega a sacar el otro pie de la realidad.

2.1

Nada impide que se crucen las dos visiones que produce ese desdoblamiento, una por cada posición. X verá el interior íntimo, pero alrededor, de fondo, dos filas más atrás en diagonal, podrá ver también la figura del que está imaginando que ve desde ahí afuera. ¿Se reconoce X cuando se ve o está practicando aquello de “verse a sí mismo como una cosa ajena” o por practicar el paso siguiente, el de “olvidar lo visto”, precisamente para “conservar la mirada”?
Tal vez el hecho de que X pueda verse dentro del cuadro, si aceptamos que puede, sirva de prueba o de indicio de que no se reconoció o de que lo olvidó enseguida: de haberse reconocido lo suficiente, podría haber recordado lo suficiente como para desbaratar la ilusión, podría haber tenido demasiado presente el hecho de que él en realidad era ése, no éste. Si se vio y no se desvaneció, quiere decir que no se reconoció, sería el argumento. El traslado de X a su nueva posición parece posible (o sólo más fácil) cuando su carga consciente es nula, cuando parte de sí sin llevarse. El reconocimiento de sí, en todo caso, no favorece la metamorfosis.

2.2

Tampoco el de los otros. La ilusión se cobra un precio más alto que el de ese no verse, que no pasa de ser la omisión de uno: el precio de no ser visto por nadie, que es la omisión de todos (empezando por la chica misma e incluyendo a ése de dos filas atrás). La ilusión se mantiene más fácilmente si ninguno de esa aula puede verlo, mientras él, X', puede ver a todos (a condición de no verse en ninguno, si vale la pena repetirlo). Es una conversión selectiva la que hace X: se convierte en uno que puede ver pero no en uno que también puede ser visto (para eso, se habría levantado con toda su humanidad –todavía visible– y habría ido hasta donde mejor pudiera ver ese interior, lo que seguramente lo habría llevado a no durar ni un round de sociabilidad).
Esa selectividad vouyerista es, a pesar de su estilo onírico, un anclaje del lado de afuera de la ilusión, un pie en la realidad. Dicho de otra manera: para que X no se pudiera creer del todo ser otro o estar en otro lugar, ahí estaban las inverosimilitudes (“tenues... intersticios de sinrazón”) de ver sin ser visto, primero; de no llamar la atención suspendido en el aire, en caso de sí ser visto, segundo; y de estar suspendido en el aire, aun si no llama la atención, tercero. Cualquiera de estas constataciones le revelarían a X’, con o sin alivio o humillación, lo mismo que al mago de “Las ruinas circulares” le reveló la experiencia de que las llamas no lo quemaran.

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