Cinco Saltos



        «“El mayor he­chi­ce­ro (es­cri­be me­mo­ra­ble­men­te No­va­lis) sería el que se he­chi­za­ra hasta el punto de tomar sus pro­pias fan­tas­ma­go­rías por apa­ri­cio­nes au­tó­no­mas. ¿No sería ese nues­tro caso?” Yo con­je­tu­ro que así es. No­so­tros (la in­di­vi­sa di­vi­ni­dad que opera en no­so­tros) hemos so­ña­do el mundo. Lo hemos so­ña­do re­sis­ten­te, mis­te­rio­so, vi­si­ble, ubi­cuo en el es­pa­cio y firme en el tiem­po; pero hemos con­sen­ti­do en su ar­qui­tec­tu­ra te­nues y eter­nos in­ters­ti­cios de sin­ra­zón para saber que es falso.»

        Jorge Luis Bor­ges, en el final de “Ava­ta­res de la Tor­tu­ga”, de su libro Dis­cu­sión.

El cua­dro re­pro­du­cía un pai­sa­je de Cinco Sal­tos, en el Alto Valle de Río Negro. Un es­pe­jo de agua ocu­pa­ba el ter­cio in­fe­rior de la tela y re­fle­ja­ba una ca­si­lla y al­gu­nos ár­bo­les cer­ca­nos. No lejos de la ori­lla, como si esa fuese su la­de­ra, una mon­ta­ña (tal vez un blo­que de mon­ta­ñas, de al­tu­ras des­a­fi­la­das) se ele­va­ba en el fondo, antes de que se im­pu­sie­ra de­fi­ni­ti­va­men­te un cielo lim­pio o ape­nas ve­tea­do.
Una in­quie­tud vaga pero per­sis­ten­te me re­te­nía; yo re­pe­tía el cua­dro. Me di cuen­ta fi­nal­men­te de que esa ba­rre­ra de pie­dra pa­re­cía im­por­tar más que la casa, los ár­bo­les, el agua; de­fi­nía el pai­sa­je, lo do­ta­ba de un ca­rác­ter cor­di­lle­rano que sin ella –o en su dis­mi­nu­ción– no hu­bie­ra te­ni­do. Tanta pre­pon­de­ran­cia debió hacer más no­to­rio el de­ta­lle au­sen­te, y en­ton­ces en­ten­dí: al uso de Drá­cu­la y fan­tas­mas di­ver­sos, las altas mon­ta­ñas no se re­fle­ja­ban en el es­pe­jo de agua. Poco des­pués, du­ran­te un paseo, pude ver –y no supe re­co­no­cer– la es­ce­na cruda que había pin­ta­do el dueño an­te­rior de la casa, un in­glés que había re­si­di­do en Cinco Sal­tos desde el final de la Se­gun­da Gue­rra Mun­dial. Las mon­ta­ñas re­tra­ta­das eran en ver­dad unas bar­das, ni tan cer­ca­nas ni tan altas como para re­gis­trar su ima­gen en las aguas. El hom­bre no les había es­ca­mo­tea­do el re­fle­jo; les había agre­ga­do al­tu­ra, como si les hu­bie­se cum­pli­do un deseo.

Ima­gi­ne­mos que la Cinco Sal­tos de mi ar­gu­men­to fan­ta­sea con los atri­bu­tos oro­grá­fi­cos de una Ba­ri­lo­che, do­ta­da de ce­rros y bos­ques vis­to­sos. Ima­gi­ne­mos que nues­tro pai­sa­jis­ta se es­ta­ba ini­cian­do en esa fan­ta­sía se­cre­ta (su en­tre­ga era má­xi­ma: es­ta­ba en el mo­men­to más dis­tan­te al de per­der­la). Ima­gi­ne­mos en­ton­ces que el di­bu­jo lo bos­que­jó en el lugar y lo re­sol­vió en su casa, donde pudo ele­var las bar­das sin que la vi­sión del mo­de­lo lo con­tra­di­je­ra. Tal vez no sin­tió exa­ge­ra­da la va­ria­ción, tal vez ni si­quie­ra la ad­vir­tió. Su trans­crip­ción de la reali­dad fue ri­gu­ro­sa con el re­fle­jo que no vio y ge­ne­ro­sa con las bar­das que había visto.
Una vez sa­tis­fe­cha su ge­ne­ro­si­dad, no per­ci­bió la in­ve­ro­si­mi­li­tud re­sul­tan­te; justo él, un rea­lis­ta, no se en­te­ró de la ne­ce­si­dad de una co­rres­pon­den­cia es­pe­cu­lar. Creyó estar re­fle­jan­do un frag­men­to de mundo en una tela; no fue capaz de re­fle­jar una mon­ta­ña en el agua. ¿Por qué fa­lla­ron los con­tro­les de ve­ro­si­mi­li­tud en un cul­tor de la ve­ro­si­mi­li­tud? Tal vez por­que que­da­ron re­la­ja­dos du­ran­te el culto a un ideal, que al­te­ró pero no anuló el de su fe ar­tís­ti­ca. La mag­ni­tud de la gaffe da la me­di­da de la fuer­za que aque­lla fan­ta­sía local ejer­ció sobre esos con­tro­les. O la me­di­da de la de­bi­li­dad de unos fil­tros que de­bie­ron y no pu­die­ron di­ri­mir la con­tra­dic­ción de dos de­seos, blo­quear una de las dos al­ter­na­ti­vas que tenía el pin­tor para pasar a la ac­ción. Cuan­do se re­sol­vió, no pudo re­nun­ciar a un ideal ar­tís­ti­co por otro co­mu­ni­ta­rio (en ese lap­sus, el arte vol­vió a subor­di­nar­se a la ne­ce­si­dad so­cial de la que brota). Fue el bloo­per de un com­po­si­tor de es­ce­na, que trajo al pre­sen­te el pa­sa­do de un punto de par­ti­da y el fu­tu­ro de una línea de lle­ga­da. Un hí­bri­do así es pro­pen­so a por­tar de ori­gen in­con­sis­ten­cias tales como ce­rros sin re­fle­jos.
Como sea, una era la pos­tal que el hom­bre había visto y otra la que desea­ba que se viera. “Ésta es la que vi­vi­mos ahora, pero la su­pre­sión de aqué­lla no fue in­me­dia­ta y pro­du­jo las in­cohe­ren­cias que he re­fe­ri­do” (“La otra muer­te”, de Jorge Luis Bor­ges).

No­te­mos que la ela­bo­ra­ción de una pin­tu­ra hizo po­si­ble lo que una toma fo­to­grá­fi­ca no ha­bría per­mi­ti­do, a menos que el hom­bre se de­di­ca­ra luego a edi­tar­la. Re­to­mo la idea de que esa vo­lun­tad ar­te­sa­nal le fue ajena. Si el re­fle­jo que no es­ta­ba en el pai­sa­je hu­bie­ra es­ta­do en la pin­tu­ra, sa­bría­mos que el pin­tor ha­bría pues­to ahí las mon­ta­ñas de­li­be­ra­da­men­te; el hecho de que no esté esa hue­lla pre­ser­va la pre­sun­ción de su inocen­cia. ¿Por qué no ver en su fla­gran­te dis­trac­ción un in­di­cio de que la me­ta­mor­fo­sis de las bar­das no fue pre­me­di­ta­da? No es di­fí­cil cal­cu­lar cuán­do debe re­pro­du­cir­se una ima­gen. Si el pin­tor hu­bie­se que­ri­do re­crear o en­ga­ñar, no po­dría ha­bér­se­le es­ca­pa­do un de­ta­lle tan ele­men­tal y de­la­tor. Ni la frial­dad de un fal­si­fi­ca­dor ni la año­ran­za de un idea­li­za­dor co­me­te­rían esa ne­gli­gen­cia. Como el he­chi­ce­ro de No­va­lis, el pro­pio pin­tor se en­cuen­tra, en todo caso, entre los en­ga­ña­dos por su ilu­sión; como la in­di­vi­sa di­vi­ni­dad de Bor­ges, dejó en su mundo un in­ters­ti­cio de sin­ra­zón para que se­pa­mos que es falso.

La ex­pli­ca­ción an­te­rior su­po­ne un rea­lis­mo in­cohe­ren­te, que puede re­su­mir­se así: el pin­tor se man­tu­vo rea­lis­ta (no pin­tan­do un re­fle­jo que no exis­tía) aun des­pués de haber trai­cio­na­do el rea­lis­mo (pin­tan­do unos ce­rros que tam­po­co exis­tían). Pero su omi­sión tam­bién ad­mi­te una jus­ti­fi­ca­ción rea­lis­ta con­sis­ten­te, que re­quie­re que to­le­re­mos una pres­ti­di­gi­ta­ción ver­bal. El ar­tis­ta –se dirá– no ejer­ció su rea­lis­mo sobre el mundo ex­te­rior, sino sobre el ám­bi­to ín­ti­mo y com­par­ti­do de sus fan­ta­sías de idea­li­dad. Fan­tas­mas del deseo son los ce­rros en esta Cinco Sal­tos; ce­rros fan­tas­ma­les fue­ron los que su re­tra­tis­ta re­gis­tró.

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