Verse a sí mismo



«...como una cosa ajena»
Franz Kafka, Op. cit.


1.

Z le dice a X algo desfavorable. No sabemos qué, supongamos, pero sí sobre qué: sobre X. Supongamos también que X no reacciona con una negación refleja, automática, y que aun así no ve lo que Z ve de él.
X entra en un estado de parálisis dubitativa. No sabe cómo seguir en la encrucijada que se le abre: si no ve de sí eso que Z ve, o bien eso está (+E) pero X no lo ve (-Cx) o bien eso no está (-E) pero Z lo ve (+Cz). Los dos dúos de esta disyuntiva son todo lo mixtos que pueden. Para empezar, son mixtos en relación con su composición societaria, en dos niveles: primero, el de los enunciados que expresan o una Existencia o una Captación de esa existencia o una de sus respectivas negaciones; segundo, hacia adentro del primero, está el nivel de las instancias individuales que son los sujetos de esos enunciados (eso, el sujeto de E; X o Z, de C). Y también son dúos mixtos en relación con las operaciones (la afirmación del signo “+” y la negación del “-”) que se hacen sobre los enunciados. En definitiva, ambos dúos se forman cruzados: con una Existencia, afirmada o negada, y una Captación, negada (y de X) o afirmada (y de Z), respectivamente, según el sentido inverso a la expectativa abierta (de ahí los “pero”).

Si Z vio lo que no había, falsa alarma esta vez para X, que acertadamente no lo vio; le tocará a Z averiguar por qué anda alucinando. Pero si es al revés, le tocará a X descubrir su ceguera y preguntarse cuándo y cómo la contrajo. En el primer caso, X queda indemne; en el segundo, complicado: le falla el registro del mundo exterior, lo que convendría reajustar pronto.
Supongamos que, si antes no lo mueve un impulso ideal de honestidad intelectual, esas inferencias y comparaciones reactivan a X, lo sacan de la duda y su estado de animación suspendida. Ya tiene una razón para actuar y –supongamos otra vez– no le faltan las fuerzas para hacerlo; razona que le conviene la respuesta activa de ir a chequear si el segundo es o no el caso, a la pasividad de esperar que finalmente sea el primero. Ante la probabilidad empatada de que eso esté y él no lo vea, X acepta el esfuerzo –un alto gasto de fuerzas– de intentar observarse desde la perspectiva de Z.
Si lo logra y aun así no ve eso de sí que ve Z, el resultado no es concluyente; todavía puede ocurrir que X retenga deseos y temores que estén afectando su lucidez. Pero si lo ve (y sin que Z lo induzca a alucinar), el resultado sí es concluyente: eso estaba y X no lo veía. Si la audacia la acompaña, la nueva lucidez consiste en (y produce) un cambio en las creencias o saberes de X, que afina su registro del medio incluyendo en su inventario eso que no había visto que había.
A diferencia de esta línea novedosa, la otra es meramente confirmatoria, incluso de manera tautológica: X no ve lo que no existe, no alucina (lo hace Z, en ese caso). Se trata de la ausencia de un demérito, no de la presencia de un mérito. Como mucho, X puede experimentar ese cambio psicológico que es el síndrome del sobreviviente, el de sentirse fortalecido por lo que no lo mató (la exageración tiene el tamaño de ese ego y el dramatismo de ese apego). Pero más allá de las ilusiones con que alimente su autoestima, X no ve más porque Z vea menos; pasada la comprobación, los datos que venía manejando no cambian y X se ha perdido una oportunidad de averiguar algo nuevo de sí.

2.

Ese verse a sí mismo desde una mirada ajena es un distanciamiento alternativo al de verse a sí mismo como una cosa ajena. Lo que no pueden es combinarse, si uno aspira a quedar al menos o de este o de aquel lado de la mirada (para conservarla aun olvidando el otro, que en Kafka es el lado de lo visto). La doble ausencia o ajenidad, la resta simultánea de las dos cosas propias de un verse a sí mismo, vacía el concepto de reconocimiento, como la resta conjunta de patas y asiento vacía el de banqueta. Vale decir: es una situación liminal, técnicamente un absurdo.
Más acá de ese límite, todavía situados en una de las dos ajenidades, lo confiable de los resultados de la tentativa de X se mide según una proporción entre dos gradaciones. Tomando la alternativa kafkiana, cuanto más ajeno le resulte a X lo que él no es y ve (cuanto menos se identifique o entre en empatía), menos probabilidades habrá de que le reduzca la lucidez algún deseo, alguna esperanza o algún temor sobre eso. Así, X intenta verse a sí mismo no sólo como si no fuese él lo visto, sino también, y sobre todo, como si no tuviese interés ni preferencia en lo que él es como otro (sin esto, poca gracia tendría para X verse a sí mismo como una cosa ajena).
Esa gracia se pierde por completo, junto con el concepto que la tiene, en el límite absurdo del desapego o la enajenación. En el cuadro liminal tenemos a X viendo como si no fuese él quien mira eso que ve como si no fuese él lo visto, de tan ajena que se ha vuelto la cosa. Y es un límite conceptual porque ahí ya no puede haber ningún reconocimiento: una mirada ajena sobre una cosa ajena ya no es un verse, ni siquiera medio (del lado que se prefiera, observador u observado).

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