La tragedia kafkiana


La tragedia kafkiana
(Sobre “Ante la Ley” y “Un mensaje imperial”)

«Los glosadores dicen (...) que se puede al mismo tiempo comprender una cosa y engañarse con respecto a ella.»

El abate de El proceso



I


   Desde el umbral de la Ley, un campesino quiere llegar al corazón de la Ley. Desde el corazón del imperio, un mensajero intenta llegar al umbral de un apartado súbdito. Ambos fracasarán: al corazón de la Ley no se podrá ingresar; del corazón del imperio no se podrá salir. Se puede estar del lado de afuera o del lado de adentro, pero no pasar de uno al otro. El campesino y el mensajero se consumirán tratando de lograr el milagro de ese cruce; el súbdito, esperándolo. Fracasa, en definitiva, el intento de salvar la brecha jerárquica que separa al campesino de la Ley y al emperador del súbdito. Y en el fracaso de esa tentativa (que fue inclaudicable, que no ahorró medios ni esfuerzos) se mide, insuficientemente, aquel abismo.
   La posibilidad (sugerida o prometida) de un encuentro con la Ley o con el emperador desencadena una espera; la imposibilidad de esos encuentros la torna vana. No son vanas en sí mismas esas esperas; no son delirios o equívocos: ni el campesino busca a quien no lo espera (puesto que la Ley lo espera por aquella puerta), ni el súbdito espera a quien no lo busca (puesto que un mensajero imperial lo tiene por meta). Una esperanza ‘razonable’ devendrá en una espera exorbitante a medida que su fetiche revele una magnitud inconmensurable (la de un mundo o la de un poder).
   En el destino del campesino hay una puerta de la Ley y en el destino del súbdito hay un mensaje imperial, pero a la vez hay en ellos una negativa y una espera perpetuas. Lo que debe suceder no puede suceder. Esperas vanas y frustraciones lentas, agónicas, narran las historias de Kafka cuyos dibujos tienen los trazos de la paradoja: historias que cuentan, en definitiva, la imposibilidad de una necesidad.

   Conviene diferenciar las imposibilidades. Lo que frustra el destino del mensajero no es, en principio, del mismo orden que aquello que frustra el destino del campesino. La densidad de una multitud y la desmesura de un imperio complican irremediablemente la llegada del mensajero; una prohibición seca, muy simple, impide el ingreso del campesino. Éste puede pero no debe cruzar la puerta de la Ley; aquél debe pero no puede alcanzar la del súbdito. Al campesino lo frena una prohibición; en el cumplimiento de su obligación, el mensajero arrastra una imposibilidad.
   En “Ante la ley”, una denegación frustra lo que una disposición prevé. En “Un mensaje imperial”, una concesión dispone lo que el diseño de un mundo frustra. A causa de aquella denegación, hay una disposición que no puede empezar a cumplirse; a causa de aquel laberinto de multitudes y distancias, hay una voluntad que no puede terminar de cumplirse. La autoridad que malogra al campesino es tan inconmensurable como el mundo que posterga al mensajero y al súbdito; esa Ley es afín a ese imperio.
   El viaje (de un interior a un exterior) que el mensajero no puede terminar, el campesino —en dirección inversa— no puede empezar. Y aun si el hombre, en caso de obtener el permiso, pudiese emprender su marcha hacia el corazón de la Ley, probablemente su suerte sería entonces la del mensajero. Al mensajero se le ordenó un imposible; en la perspectiva de esta conjetura, al campesino se le prohibió un imposible. (El levantamiento de una prohibición que es gratuita no podría menos que ser vano; ese permiso sería uno más de los beneficios o ventajas inútiles que saben recibir los personajes de Kafka.)
   Por lo demás, la suerte del campesino puede ser ya la suerte del súbdito: podemos imaginar que del corazón de la Ley salió hace mucho tiempo la orden para que el último guardián dejase entrar al campesino; podemos imaginar que el mensaje aún está viajando a través de los numerosos guardianes como el mensajero a través de la muchedumbre del imperio. (Aquella conjetura y esta imaginación exceden, por supuesto, los límites del cuento, pero no los del género: son previsiblemente kafkianas.)

   La acción de los héroes kafkianos conoce dos suertes posibles: la inutilidad de un esfuerzo o la vanidad de una espera. El mensajero y el súbdito se reparten estos estigmas; el campesino concentra ambas suertes. La designación del mejor mensajero, una esperanza pertinaz, intentos de soborno, súplicas insistentes al guardián y a sus pulgas, una espera de años: todo lo que se hace para lograr un imposible resulta tan necesario como insuficiente; todo hace falta, nada alcanza.
   Los personajes de Kafka no realizan un esfuerzo incompleto: fracasan porque enfrentan (son destinados a enfrentar) una necesidad insaciable, un obstáculo insuperable. Tampoco fracasan porque una fatalidad ensañada les arruine el juego; por las reglas mismas del juego —que ignoran siempre o que comprenden tarde—, no pueden no fracasar.
   La vanidad del viaje del mensajero y la vanidad de la esperanza del súbdito se deducen de las condiciones (referidas al mundo) que deberían satisfacerse para completar esa búsqueda y poner fin a esa espera; siendo imposible esa satisfacción, resultan vanos esos desvelos. Si nos atenemos a la letra del relato (y obviamos las imaginaciones y conjeturas kafkianas que podamos hacer), no es la estructura del mundo sino la voluntad que lo rige la que es hostil al campesino (el mundo es incluso generoso con él: le reserva una puerta de la Ley). La vanidad de su tentativa es obra de una autoridad que tiene de insobornable (de incondicional) lo que tiene de irracional: bajo ninguna condición se tuerce porque tampoco actúa con alguna razón. Ni siquiera sus amenazas proyectan una imagen distinta de sí: el poder disuade al campesino con la alusión de su repetición indefinida, de su crecimiento desmesurado (una saga de guardianes cada vez más temibles).


II


   Imaginemos que aún no tiene género la historia de dos enamorados que pertenecen a familias enfrentadas. El obstáculo principal es aderezado por una serie de complicaciones fortuitas o derivadas. Si dotamos a este argumento de las convenciones de una comedia, las complicaciones resultarán triunfos parciales del azar o la fatalidad, pero el amor, contra toda previsión (y tal vez con el concurso de un azar favorable), terminará superando el obstáculo principal. Si elegimos las convenciones de una tragedia, los enamorados vencerán las complicaciones parciales, pero, imprevistamente, acabarán fracasando ante el obstáculo central, derrotados por la fatalidad. (En ambos casos, un destino inesperado —simpático o terrible— se impone; a los fines de esta sorpresa, la trama se dedica a fomentar expectativas opuestas a las expectativas que fomenta su género.)
   No afectaría a la coherencia de la historia —sino sólo a su género— el éxito del plan que habría reunido felizmente a Romeo y Julieta. Por el contrario, sería incoherente que la desaforada vastedad de tierras y muchedumbre fuese por fin atravesada por un hombre que porta el mensaje de un muerto (esta reducción al absurdo es el “razonamiento” del cuento). En Kafka, la imposibilidad de vencer el obstáculo no está prescripta en las condiciones estipuladas por el género: está escrita en las condiciones narradas por el relato (una multitud infranqueable y un territorio inabarcable; el ejercicio de un poder irracional y un elenco progresivo de guardianes invencibles). En la tragedia clásica, esa imposibilidad pertenece al horizonte necesario de la narración; en la tragedia kafkiana, es la situación narrada. Kafka hace que la imposibilidad trágica pase de las necesidades del género al argumento de la historia.

   A diferencia de lo que ocurre en Shakespeare, donde la posibilidad de vencer el obstáculo es por momentos cercana, en Kafka es siempre, desde el principio, remota, inalcanzable (el engaño característico de sus héroes radica en no advertir esto). El desenlace trágico —que suele presagiarse pero no preverse— fuerza los hechos, los traba en poses insólitas como trabaría su cuerpo un contorsionista. Los relatos de Kafka, si tienen desenlace, tienen un desenlace que en nada violenta el curso de la historia porque es el resultado de su maduración. (Aquí, la pose del contorsionista —que ha sido siempre la misma, aunque se haya ido mostrando de a poco— no impresiona tanto como el monstruoso crecimiento de su figura.)
   Los resultados kafkianos no sorprenden; a lo sumo nos asombran las “cuentas” que los producen. A la inversa, las tragedias clásicas derivan imprevistamente de cuentas normales resultados sobrecargados (el estilo trágico es una suerte de barroquismo de la desgracia; las historias de Kafka no contienen desgracias, infortunios ni malentendidos, sino procesos y corolarios de un estado de cosas). En Shakespeare obra propiamente la fatalidad, un destino atroz que se cumple de cualquier modo; lo trágico es incidental: está en las circunstancias del mundo, que se entraman oportunamente para perdición de los personajes. En Kafka, en cambio, obra una estructura de mundo; aquí, lo trágico es esencial: está en las condiciones mismas de la realidad, en su diseño.

   Aunque invariablemente terminen malogrados, los héroes trágicos no apuestan a imposibles; no son vanos: son perdedores, y podrían no haberlo sido (cabía esperar que no lo fueran; no los obligó a fracasar la necesidad de la trama, sino la ley de su género). Si pudiesen completar su aprendizaje, los héroes kafkianos sabrían que apostaron a imposibles; sabrían que la trama de una imposibilidad volvió vanas sus apuestas desde el principio. Ellos también pierden sus lances, pero sin sorprender en absoluto. Enclenques que actúan como caballeros andantes, los personajes de Kafka —al revés de don Quijote— desafían a molinos de viento y son vencidos por gigantes. Su acción, destinada a superar o a disminuir la dificultad, sólo sirve para enfatizarla. A la tragedia de Kafka le importa menos narrar la frustración que la vanidad de un intento.
   Un buen modelo de historia kafkiana es el episodio de David y Goliat (recordemos el carácter de instrumento divino que tiene David en el relato bíblico). Dos desproporciones miden la fuerza de Goliat: una favorable pero engañada; la otra real y desfavorable. El rival ilusorio que le provee la primera es el modesto David: a él desafiará; el rival real que le revela la segunda es Jehová: con él perderá.
   El engaño enlaza el nudo de las tragedias kafkianas (sus desenlaces tienden a desengaños); quien lo sufra protagonizará la historia. Vista a través de Kafka, la historia bíblica —flamante precursora de las suyas— pasa a tener como protagonista al ingenuo Goliat. El acceso al engaño (y al lugar protagónico que depara) tiene una restricción natural: sólo pueden engañarse quienes son libres de actuar. Al igual que David, el mensajero y el guardián no se engañan (o si se engañan —conjetura inverificable—, tal engaño no afecta a su acción): ellos obedecen. (En cumplimiento de un deber —errante o sedentario— o por propia decisión —la de una espera—, los cuatro se sujetan a una autoridad.)

   Si don Quijote es vencido por molinos de viento y los personajes de Kafka por gigantes, es porque en la realidad del hidalgo no hay otros gigantes que los alucinados en molinos de viento, mientras que en la realidad kafkiana imperan los gigantes y los molinos son espejismos de la razón, ilusiones del sentido común. El mundo en que Jehová socorrió a David es del orden de lo maravilloso (actúan un gigante y un dios). Por su parte, los mundos de don Quijote y del héroe kafkiano son realistas; sólo que una realidad está trabajada por el delirio y la otra por el absurdo.
   El dibujo del contraste entre los seres y su realidad invierte sus trazos de Cervantes a Kafka. La insensatez del hidalgo irrita o divierte a su mundo; la insensatez del mundo kafkiano desconcierta a sus personajes. Don Quijote es el habitante delirante de un mundo normal, juicioso. Los de Kafka son personajes sensatos en un mundo absurdo. Forasteros o marginales, no son la medida de su realidad: ésta es inconmensurable para ellos, siempre los excede. La insensatez de un personaje es reversible; la de un mundo, no. En Cervantes, Mahoma va a la montaña: en la agonía, Alonso Quijano retorna a su razonable mundo. En Kafka, la montaña es irremediablemente perezosa.

   Resumamos. El cumplimiento del género hace que los héroes trágicos sucumban. Una parodia del género le hace fracasar a don Quijote —o vencer ridículamente— ahí donde el género le hace triunfar a su ídolo Reinaldos de Montalbán. No es una lógica del género —ortodoxo o paródico—, sino una lógica de las historias la que decide las derrotas en las tragedias kafkianas; una lógica de engaños, apuestas imposibles y realidades inconmensurables.


el Zambullista