Falsedades verosímiles



1.

Ima­gi­ne­mos que al­guien le dice a otro que si pasa tal cosa, en­ton­ces pa­sa­rá tal otra. Para mayor co­mo­di­dad, lla­me­mos por sus nom­bres a estos per­so­na­jes y even­tos. X le dice a Z que si ocu­rre A, ocu­rre B. (X puede estar ha­cien­do una pre­dic­ción, una pro­me­sa, una ame­na­za, etc.) La afir­ma­ción de X puede ser la única que Z tenga que con­si­de­rar, o puede ser una entre otras. En este úl­ti­mo caso, puede haber al­guien que diga lo in­ver­so de lo que dice X: si ocu­rre B, ocu­rre A. Siem­pre con el mismo es­que­ma se­cuen­cial, otros pue­den di­fe­rir de X di­cien­do, por ejem­plo, que si ocu­rre A, ocu­rre C (o D, o E, o F...); o di­cien­do que si ocu­rre C (o D, o E, o F...), ocu­rre B o A –es decir, cual­quier otro even­to dis­tin­to de C (o D, o E, o F...), como para aho­rrar­nos las tau­to­lo­gías del tipo si ocu­rre C, ocu­rre C.
Ahora ima­gi­ne­mos que Z ob­ser­va que ocu­rre A (tal vez el pro­pio Z lo hace ocu­rrir) y a con­ti­nua­ción ocu­rre B, tal cual dijo X. La con­clu­sión más ra­zo­na­ble de Z, casi inevi­ta­ble, es que X dijo la ver­dad. ¿Qué chan­ces tiene de no ser así? Pon­gá­mo­nos en el lugar de Z. Z no tiene mo­ti­vos para no dar por cier­ta la re­la­ción entre A y B for­mu­la­da por X (tam­po­co no­so­tros, que sa­be­mos tanto como Z). Ya sea que es­cu­chó una voz so­li­ta­ria o una entre otras, ¿por qué, si B si­guió a A, tal cual dijo X que pa­sa­ría, Z pen­sa­ría que esa ade­cua­ción del dicho al hecho es falsa? ¿Por qué des­con­fia­ría de la afir­ma­ción que (le hizo creer que) supo pre­de­cir el even­to B? Si hay un ter­cer even­to es­con­di­do de­trás de A que esté sien­do el ge­nuino cau­san­te o ha­bi­li­ta­dor de B, eso Z no lo puede sos­pe­char (no, al menos, sin que­dar como un es­cép­ti­co de inapla­ca­ble sus­pi­ca­cia, un her­me­neu­ta pa­ra­noi­co dis­pues­to a sos­te­ner con­tra toda evi­den­cia que la re­la­ción es otra que la ob­ser­va­da, que ese acier­to de X es falso).
Pero que a Z le re­sul­te ra­zo­na­ble­men­te in­sos­pe­cha­ble no sig­ni­fi­ca que sea im­po­si­ble. Una co­rres­pon­den­cia entre dicho y hecho puede tener de ilu­so­ria lo que su fal­se­dad tenga de ve­ro­sí­mil, y vi­ce­ver­sa (si no son dos caras de la misma fuer­za, ilu­sión y ve­ro­si­mi­li­tud –para decir lo mí­ni­mo– se re­fuer­zan re­cí­pro­ca­men­te). La co­rres­pon­den­cia, in­clu­so, puede ser tan ilu­so­ria que Z no per­ci­ba (o ni si­quie­ra ima­gi­ne) la po­si­bi­li­dad de des­en­mas­ca­rar­la. No se po­dría estar más ni mejor en­ce­rra­do en una ilu­sión.

2.

          Nadia y Diego que­rían fumar. El “Gran Her­mano” les pro­me­tió ci­ga­rri­llos, sí, pero a cam­bio de que les hagan creer una men­ti­ra a sus com­pa­ñe­ros por tres horas. Nadia y Diego min­tie­ron que Gran Her­mano iba a dar­les de fumar si al­guno se ti­ra­ba a la pi­le­ta des­nu­di­to. Jes­si­ca lo hizo, con es­pu­ma de afei­tar. Al final, lo lo­gra­ron: re­ci­bie­ron dos pa­que­tes de ci­ga­rri­llos.

          “Y todo por un pucho”, Cla­rín, 21/01/2007.

Re­pa­se­mos el caso. Nadia y Diego les dicen a sus com­pa­ñe­ros que Gran Her­mano les dará ci­ga­rri­llos (re­com­pen­sa cier­ta) si uno de ellos se tira des­nu­do a la pi­le­ta (con­di­ción falsa). Es cier­to que Gran Her­mano les pro­me­tió ci­ga­rri­llos a cam­bio de algo, pero no de eso. Como es una men­ti­ra lo que Nadia y Diego les hacen creer a los otros, Gran Her­mano tiene que cum­plir su pro­me­sa.
Ahora pon­gá­mo­nos en el lugar de los com­pa­ñe­ros en­ga­ña­dos. Esa men­ti­ra es in­dis­cer­ni­ble de una ver­dad (es decir, es in­de­tec­ta­ble) para quie­nes ven que una vez cum­pli­da la con­di­ción for­mu­la­da ocu­rre lo que Nadia y Diego les di­je­ron que ocu­rri­ría. Con un re­sul­ta­do para mos­trar, esa vin­cu­la­ción entre re­qui­si­to y pre­mio finge a la per­fec­ción tener un poder pre­dic­ti­vo. No es ra­zo­na­ble es­pe­rar que los en­ga­ña­dos sepan o sos­pe­chen que les min­tie­ron; lo más sen­sa­to que pue­den hacer cuan­do ven esos ci­ga­rri­llos es dar por cier­to que era así como se con­se­guían. En de­fi­ni­ti­va, no pue­den saber que eso ocu­rrió en razón de que se sa­tis­fi­zo otra con­di­ción, no la for­mu­la­da, como fue hacer creer una men­ti­ra (con­tin­gen­te­men­te, la de que Gran Her­mano les daría pu­chos a cam­bio de una zam­bu­lli­da des­nu­da).
El arro­jo de Jes­si­ca no vale por lo que es, sino por lo que sig­ni­fi­ca. La dis­tin­ción se­pa­ra dos cam­pos donde se juega la ver­dad. Era cier­to (era ve­ri­fi­ca­ble) que si al­guien se zam­bu­llía des­nu­do Gran Her­mano les iba a dar ci­ga­rri­llos, como ocu­rrió, pero no por el hecho en sí de que al­guien se zam­bu­lle­ra des­nu­do, sino por lo que eso im­pli­ca­ba: la cre­du­li­dad de una men­ti­ra. Esta otra con­di­ción, la ver­da­de­ra­men­te sa­tis­fe­cha, tiene el mismo efec­to que la men­ti­da, que la so­la­pa como el ¡Bang! del va­que­ro al de Su­sa­ni­ta.
De qué es­ta­ba hecha la men­ti­ra era casi in­di­fe­ren­te; Nadia y Diego tu­vie­ron la ocu­rren­cia de ha­cer­la con la misma re­com­pen­sa com­pro­me­ti­da por Gran Her­mano y un mé­ri­to apó­cri­fo cual­quie­ra, que fal­sea­ba la re­la­ción si ocu­rre A, ocu­rre B, tam­bién co­pia­da. Mien­tras el pre­mio se man­tu­vie­ra idén­ti­co al pro­me­ti­do, hu­bie­ra dado lo mismo pe­dir­les, por ejem­plo, que an­du­vie­ran en zan­cos sobre za­pa­tos de tacos altos (o cual­quier otra cosa que los ex­pon­ga o los exija, como en el juego que nos pide ele­gir: “¿Ver­dad o con­se­cuen­cia?”). Pero no ha­bría sido igual con una men­ti­ra más sim­ple, del tipo ocu­rre A; no ha­bría ha­bi­do nin­gún so­la­pa­mien­to si Nadia y Diego hu­bie­ran in­ten­ta­do ha­cer­les creer a sus com­pa­ñe­ros, por ejem­plo, que en la Pa­ta­go­nia hay di­no­sau­rios vivos (la apro­xi­ma­ción a un dis­pa­ra­te au­men­ta el mé­ri­to del logro –o la com­pli­ci­dad de una in­ge­nui­dad– en la misma me­di­da en que dis­mi­nu­ye su pro­ba­bi­li­dad ge­ne­ral).

2.1

Pa­re­ce que al cuasi om­nis­cien­te Gran Her­mano no le al­can­za con ser –se su­po­ne– inen­ga­ña­ble para sus vi­gi­la­dos: ne­ce­si­ta ade­más que éstos sean en­ga­ña­dos, y por dos de sus pares, que co­bran en ci­ga­rri­llos por los ser­vi­cios pres­ta­dos. Man­dar a en­ga­ñar a quie­nes no lo pue­den en­ga­ñar –so­bre­des­ar­mar­los– pa­re­ce un re­fle­jo pa­ra­noi­de, un ex­ce­so de celo pre­ven­ti­vo.
Por su parte, Nadia y Diego cum­plen tan bien la con­sig­na que, sólo para lle­gar a sos­pe­char que no es cier­to que pasó lo que ellos di­je­ron que pa­sa­ría, los demás de­be­rían com­por­tar­se como unos per­fec­tos pa­ra­noi­cos, unos es­cép­ti­cos blin­da­dos con­tra toda evi­den­cia. En las an­tí­po­das, la al­ter­na­ti­va que se les im­po­ne como la más (o la única) sen­sa­ta los en­cie­rra en una cre­du­li­dad blin­da­da, una con­fian­za in­vo­lun­ta­ria­men­te ciega en lo que se les dice.
No debe haber un en­ga­ño más inex­pug­na­ble que el en­ga­ño del que no hay otra sa­li­da que la de un es­cep­ti­cis­mo sin razón, una pa­ra­noia que sólo de ca­sua­li­dad puede ser cer­te­ra (la pun­te­ría de sus des­con­fian­zas ru­ti­na­rias de­pen­de de lo que haga su blan­co, como la de un reloj pa­ra­do –ra­zo­nó Lewis Ca­rroll– de­pen­de de que el paso del tiem­po se cruce con su hora; en ambos casos, la coin­ci­den­cia ne­ce­si­ta de un re­gis­tro ex­terno o ul­te­rior que la res­ca­te de la in­vi­si­bi­li­dad y la in­di­fe­ren­cia, o sea, que le dé sen­ti­do).

Nota
Ver­sión del en­sa­yo leída en el Me­dias & Som­bre­ros #8 en Casa Ori­lla, a eso de la 1:30 a.m. del do­min­go 4 de di­ciem­bre de 2011:



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