X el remoto



1.

Con sus 299.792.458 me­tros por se­gun­do, la luz es el trans­por­te de datos más veloz po­si­ble, pero no ins­tan­tá­neo, como es obvio. Ese viaje obli­ga­do, por veloz que sea, in­su­me tiem­po para cu­brir una dis­tan­cia, por corta que sea. Eso sig­ni­fi­ca que re­ci­bi­mos su in­for­ma­ción con una de­mo­ra que es un des­fa­se entre el re­tra­to re­ci­bi­do y la cosa ac­tual ahí re­tra­ta­da, como en una carta que se re­ci­be tarde.
Si bien este des­fa­se lo te­ne­mos a cual­quier dis­tan­cia, las si­de­ra­les brin­dan un alto con­tras­te más di­dác­ti­co y asom­bro­so: ¿quién no ha leído o es­cu­cha­do decir que la luz de esa es­tre­lla que es­ta­mos vien­do ahora es la de su ima­gen de hace la misma can­ti­dad de años que los años-luz que nos se­pa­ran? Por todos lados, es­ta­mos re­ci­bien­do no­ti­cias vie­jas: es­ta­mos vien­do un pa­sa­do que puede ir desde re­cien­tí­si­mo, como el de la pan­ta­lla que tengo en­fren­te, a re­mo­tí­si­mo, como el de An­dró­me­da, de casi 3 mi­llo­nes de años (que to­da­vía está lejos de los lí­mi­tes del uni­ver­so vi­si­ble y de su edad).
En un mundo in­ver­so, en lugar de un atra­so ten­dría­mos un ade­lan­to per­cep­ti­vo cons­tan­te.

2.

Para vivir, para ac­tuar co­ti­dia­na­men­te, el común de la gente se vale sólo de la per­cep­ción (en todo caso, una per­cep­ción que viene con un ba­ck­ground dis­po­ni­ble, el ma­nual de uso de cada ele­men­to de la in­ter­ac­ción, y un ga­bi­ne­te de pre­dic­cio­nes). Al­guien nor­mal, por ejem­plo, ve que una mujer deja libre su asien­to en el co­lec­ti­vo y en­ton­ces se sien­ta ahí donde ella es­tu­vo sen­ta­da. Pero si X ac­tua­se así, según lo que ve, se po­dría estar sen­tan­do en­ci­ma de la mujer: ocu­rre que X per­ci­be los su­ce­sos por ade­lan­ta­do; él ve lo que to­da­vía no ha su­ce­di­do. Para sin­cro­ni­zar­se, para coor­di­nar­se con el flujo del mundo que lo tiene en su co­rrien­te, X ne­ce­si­ta hacer jugar esa per­cep­ción con sus re­cuer­dos re­cien­tes.
La mera ex­pe­rien­cia, la de los in­ter­cam­bios más ba­na­les de un paseo por la calle, hizo a X tem­pra­na­men­te con­cien­te de su des­fa­se (¿esa con­cien­cia de­be­ría a su vez estar des­fa­sa­da?). Con en­vi­dia, com­pren­dió que los demás eran mi­nu­cio­sa­men­te con­tem­po­rá­neos a su tiem­po; él ne­ce­si­ta­ba sin­cro­ni­zar­se. En los co­mien­zos del adies­tra­mien­to, cual­quier in­ter­ac­ción podía tener fá­cil­men­te sen­ti­do y des­tino de bloo­per, siem­pre con el ries­go de ade­más ser trá­gi­ca. El dato, en lugar de re­cluir a X, lo im­pul­só a usar aque­llos pa­seos como ejer­ci­cios para vol­ver­se cro­no­mé­tri­co, aten­to y me­mo­rio­so (do­si­fi­ca­ba cada vez su ex­po­si­ción según el grado al­can­za­do en esas con­ver­sio­nes y me­jo­ras).
Pre­via­men­te, en la pri­va­ci­dad aus­te­ra de su casa, me­dian­te ex­pe­ri­men­tos más con­tro­la­dos había lo­gra­do es­ti­mar que su per­cep­ción ade­lan­ta­ba unos 7 mi­nu­tos. Y con el tiem­po con­si­guió medir esa di­fe­ren­cia con un error in­fe­rior a 1 se­gun­do: X supo en­ton­ces que era con­tem­po­rá­neo de un mundo 6 mi­nu­tos con 48 se­gun­dos más an­ti­guo que el de sus per­cep­cio­nes (“Nie­bla en el Canal de La Man­cha. El con­ti­nen­te queda ais­la­do”, dice una de las ver­sio­nes que cir­cu­lan de un ti­tu­lar bri­tá­ni­co). Para sin­cro­ni­zar­se, X debió ha­cer­se ágil en la ma­nio­bra de per­ci­bir un cua­dro e in­me­dia­ta­men­te sus­ti­tuir­lo por el que re­cuer­da de hace casi 7 mi­nu­tos, y re­cién en­ton­ces al­can­zar la ap­ti­tud del in­ter­ac­tuan­te.
Como se ve, la con­cien­cia de X rea­li­za un gasto enor­me para ser con­cien­cia, o sea, per­cep­ción sin­cro­ni­za­da con lo per­ci­bi­do. Para no­so­tros, esa sin­cro­ni­za­ción su­fi­cien­te (si­quie­ra con lo cer­cano) es algo dado; no algo a con­quis­tar, como es para X, sino más bien algo de lo que no sa­bría­mos cómo salir, si es que al­gu­na vez deseá­ra­mos ese des­ajus­te per­cep­ti­vo. El gasto des­co­no­ci­do para no­so­tros y vital para X es el de estar siem­pre in­ten­tan­do re­gis­trar con el má­xi­mo de­ta­lle la es­ce­na que per­ci­be, por­que no puede saber to­da­vía la re­le­van­cia que le to­ca­rá tener en 6 mi­nu­tos con 48 se­gun­dos a cual­quie­ra de los ele­men­tos de la es­ce­na, cap­ta­dos con ese ade­lan­to ar­bi­tra­rio y re­cor­da­dos con esa exac­ti­tud ne­ce­sa­ria.

3.

En rigor, X no está to­da­vía ab­so­lu­ta­men­te desin­cro­ni­za­do. Es­pe­cí­fi­ca­men­te, está desin­cro­ni­za­do de lo pró­xi­mo, pero no siem­pre tam­bién de lo le­jano. No lo está cuan­do la luz de un ob­je­to le llega con un ade­lan­to idén­ti­co a la antigüedad de su tra­ve­sía. X es más de lo mismo, pero mal ubi­ca­do: él de­be­ría estar a 6 mi­nu­tos con 48 se­gun­dos luz de los que ve con ese ade­lan­to.
Ima­gi­ne­mos que X y Z están jun­tos ob­ser­van­do en el cielo algo que está si­tua­do a 6 mi­nu­tos 48 se­gun­dos luz de dis­tan­cia. Z ve la ima­gen que el ob­je­to tenía hace 6 mi­nu­tos con 48 se­gun­dos. X ve la ima­gen que el ob­je­to ten­drá en 6 mi­nu­tos con 48 se­gun­dos, que será la del ob­je­to en ese mismo mo­men­to de ob­ser­va­ción. X, en­ton­ces, ve la ac­tua­li­dad dis­tan­te del ob­je­to; lo suyo es ser con­tem­po­rá­neo de lo re­mo­to.

Z, que es uno de los sor­pren­di­dos por el dato de estar vien­do la ima­gen pa­sa­da de algo que cam­bió o tal vez ya no exis­te, re­vi­sa esa sor­pre­sa. El há­bi­to de la in­ter­ac­ción le ha dado una no­ción de lo con­tem­po­rá­neo; con ese ob­je­to no puede in­ter­ac­tuar. Para cum­plir con las ex­pec­ta­ti­vas iner­cia­les de estar vien­do el pre­sen­te de un ob­je­to así de le­jano, Z de­be­ría su­frir un des­fa­se con lo cer­cano como sufre X. Para Z, la sin­cro­ni­za­ción se pier­de con las dis­tan­cias; para X, se gana. Ti­ra­do en una playa de pie­dras del lago Hue­chu­laf­quen una noche es­tre­lla­da, ¿puede X re­co­no­cer de cuál de esos emi­so­res de luz es con­tem­po­rá­neo?

4.

Pero qui­zás las ano­ma­lías que más nos cues­te acep­tar­le a X sean las ló­gi­co-tem­po­ra­les. Por ejem­plo: X ve que una mujer es atro­pe­lla­da; re­cuer­da dónde la vio hace 6 mi­nu­tos con 48 se­gun­dos y, aun­que ahora él ahí no ve a nadie, va al en­cuen­tro de la mujer en ese sitio.
Una de dos: si X puede ac­tuar y evi­tar el cho­que, en­ton­ces él no ve el fu­tu­ro, sino un fu­tu­ro po­si­ble, que puede frus­trar (o sea, cam­biar por otro). Si el fu­tu­ro que él ve es real, si X ve lo que su­ce­de­rá, en­ton­ces no puede ac­tuar a par­tir de lo que ve (im­po­si­bi­li­dad psi­co­ló­gi­ca­men­te afín a la mal­di­ción que su­fría Ca­san­dra, que podía pro­fe­ti­zar pero no ser creí­da). El libre al­be­drío y la vi­den­cia (el de­ter­mi­nis­mo de creer en una foto del fu­tu­ro) son cada uno el pre­cio del otro; en los dos es­ce­na­rios donde apa­re­cie­ron se de­di­ca­ron a re­pe­ler­se: si hay libre al­be­drío, no hay fu­tu­ro vi­den­cia­do; si hay vi­den­cia, no hay libre al­be­drío.

Pa­re­ce que nues­tra razón to­le­ra mejor que es­te­mos re­ci­bien­do siem­pre (y sólo) no­ti­cias vie­jas a que es­te­mos re­ci­bien­do no­ti­cias de ma­ña­na, si­tua­ción que sus­ci­ta pa­ra­do­jas si­mi­la­res a las de un viaje al pa­sa­do (re­gre­san­do del pre­sen­te o del fu­tu­ro).

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