Murmullo




1.

Voy a in­ten­tar lle­gar rá­pi­do al punto. Hay char­las que se tie­nen en am­bien­tes si­len­cio­sos y otras que no. Entre las que no, el ruido de fondo puede ser de trán­si­to, vías, má­qui­nas, etc., o puede estar hecho de voces (por ejem­plo, de otras char­las cir­cun­dan­tes), o de un tipo de ruido más que del otro o igual, si hay de ambos. Voy a di­va­gar sobre ese ruido de fondo hu­mano que es el mur­mu­llo.
Cada cul­tu­ra de­fi­ne en qué ám­bi­tos y si­tua­cio­nes acep­ta que haya mur­mu­llo y en cuá­les no. Tam­bién hay lí­mi­tes fí­si­cos: en un as­cen­sor puede lle­gar a haber una su­per­po­si­ción de char­las pa­ra­le­las, pero di­fí­cil­men­te char­las que se con­fun­dan en un mur­mu­llo. En ám­bi­tos de via­jes es oca­sio­nal, como el mur­mu­llo de es­co­la­res en un subte o un co­lec­ti­vo.

2.

Aun­que sea en se­gun­do plano, te­ne­mos pre­sen­te el mur­mu­llo que ge­ne­ra la suma de nues­tras con­ver­sa­cio­nes in­de­pen­dien­tes, como las que sue­nan en las mesas de un bar. La prue­ba es que así es como co­no­ce­mos el vo­lu­men en el que po­de­mos par­ti­ci­par; ade­más de ha­cer­nos oír, de­be­mos evi­tar lo que para ese am­bien­te so­no­ro es gri­tar o vo­ci­fe­rar.
El pro­ve­cho es re­cí­pro­co, como el de una sim­bio­sis: el mur­mu­llo pro­te­ge la pri­va­ci­dad de las char­las que la cer­ca­nía de las mesas en un bar no pro­te­ge. Las char­las gra­dúan su vo­lu­men: desde el se­cre­teo o el cu­chi­cheo de un bar vacío y si­len­cio­so hasta la voz alta que se ne­ce­si­ta para ha­cer­se oír en un bo­li­che o en un res­tau­ran­te con mucho re­bo­te. En todos los casos, es el vo­lu­men su­fi­cien­te para ta­par­las y ha­cer­las inin­te­li­gi­bles a una mesa de dis­tan­cia, por caso. Es decir: las mis­mas char­las ge­ne­ran el ruido su­fi­cien­te para que a esa dis­tan­cia los char­le­ros de mesas di­fe­ren­tes pue­dan no pres­tar­se aten­ción o, si se pres­tan, pueda no en­ten­der­se de qué ha­blan los otros.

3.

Fuera de ese nivel que apren­den es­cu­chan­do el del vo­lu­men del mur­mu­llo, las char­las apor­tan su ruido al con­jun­to de ma­ne­ra in­de­pen­dien­te, no coor­di­na­da. Pero a veces no lo pa­re­ce, por­que tiene lugar un mo­men­to en el que la in­for­ma­ción que se in­fie­re de esa es­cu­cha es que el vo­lu­men está ba­jan­do (por ejem­plo, cuan­do en una de esas olas de­cre­cien­tes corre el rumor sin voz de que está ha­cien­do su in­gre­so a la pe­que­ña sala el mú­si­co que va a tocar, al que es­tu­vi­mos es­pe­ran­do en­vuel­tos en un mur­mu­llo pu­jan­te de char­las –su­pe­ra­do el rumor, cae la alar­ma y el mur­mu­llo vuel­ve a cre­cer desde el si­len­cio con­vo­ca­do en vano). Cuan­to más rá­pi­do su­ce­da, más bur­la­dos po­drán verse nues­tros re­fle­jos de adap­ta­ción, gaffe cons­pi­cua del Chavo del 8.
A la ve­lo­ci­dad que sea, ahí las char­las des­coor­di­na­das se en­ca­de­nan, se es­cu­chan y res­pon­den aco­mo­dan­do el vo­lu­men de la voz a la baja, so­bre­ac­tuan­do que no so­bre­sa­len del rumor pro­me­dio (nueva prue­ba de que lo es­cu­cha­mos). Es como si (nues­tra in­mer­sión en) el mur­mu­llo si­guie­ra un ciclo: pri­me­ro hay un fade-out, luego un si­len­cio de in­fle­xión (no muy largo pero sí no­to­rio, ex­cep­cio­nal) y fi­nal­men­te el re­torno so­no­ro con un fade-in, que pa­re­ce la re­ver­sa del otro. (Esa sua­vi­dad para ins­ta­lar­se, pri­me­ro, y para re­ti­rar­se, des­pués, no la tiene el si­len­cio de voces ro­ba­das que apa­re­ce en el in­te­rior de una char­la, ro­dea­da o no de mur­mu­llo, y al que viene a poner fin la frase que lo ex­pli­ca: “Pasó un ángel”.)
A pesar de este com­por­ta­mien­to de en­ti­dad, la gra­da­ción si­mé­tri­ca de la curva con tan­gen­te si­len­cio­sa su­ce­de, in­sis­to, sin que in­ter­ven­ga nin­gu­na vo­lun­tad, nin­gún di­rec­tor ni plan. No es una ac­ción coor­di­na­da el que cada uno vaya aco­mo­dan­do su vo­lu­men en re­la­ción con el del mur­mu­llo, ya sea para arri­ba (para no que­dar ta­pa­dos) o para abajo (para no que­dar evi­den­cia­dos); es más bien una reac­ción en ca­de­na (o en red), que di­bu­ja la curva de ese ob­je­to tran­si­cio­nal co­lec­ti­vo que es el ruido so­cial, el mur­mu­llo que nos aban­do­na, se hace ex­tra­ñar y vuel­ve a en­vol­ver­nos.

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