Pendiente resbaladiza



1.

          «Is­rae­li­tas, cris­tia­nos y mu­sul­ma­nes pro­fe­san la in­mor­ta­li­dad, pero la ve­ne­ra­ción que tri­bu­tan al pri­mer siglo prue­ba que sólo creen en él, ya que des­ti­nan todos los demás, en nú­me­ro in­fi­ni­to, a pre­miar­lo o cas­ti­gar­lo.»
Jorge Luis Bor­ges, “El in­mor­tal”.


Una mues­tra de esa ve­ne­ra­ción pro­ba­to­ria la en­con­tra­mos en los pac­tos fáus­ti­cos, donde la parte hu­ma­na de la transac­ción pri­vi­le­gia un ac­tual favor tran­si­to­rio a una even­tual con­de­na eter­na.
Entre los ras­gos ma­xi­mi­za­dos de un cas­ti­go y de un pre­mio di­vi­nos a nues­tra breve vida está el de su du­ra­ción. (Una du­ra­ción fi­ni­ta de uno y otro po­dría ha­bi­li­tar el re­ga­teo, que una in­fi­ni­ta im­pi­de de raíz.) Sin esa des­pro­por­ción abis­mal, sin esa eter­ni­dad pós­tu­ma que nos pro­me­ten o ame­na­zan en lugar de la in­mor­ta­li­dad te­rre­nal, el ar­gu­men­to per­de­ría fuer­za; la per­pe­tui­dad (que nos hace o nos su­po­ne im­pe­re­ce­de­ros) es de­ci­si­va en la po­ten­cia di­sua­si­va del cas­ti­go y en la per­sua­si­va del pre­mio. (No fal­tan con­tra­dic­to­res de esta idea, em­pe­zan­do por el cé­le­bre anó­ni­mo que es­cri­bió el so­ne­to que arran­ca ne­gán­do­la: «No me mueve, mi Dios, para que­rer­te / el cielo que me tie­nes pro­me­ti­do; / ni me mueve el in­fierno tan te­mi­do / para dejar por eso de ofen­der­te».)
Lo que el dia­blo siem­pre pide a cam­bio de cum­plir algún deseo (menos el de in­mor­ta­li­dad, por ló­gi­ca, y tí­pi­ca­men­te los de ju­ven­tud, poder, amor, ri­que­za, salud) es el alma del cum­pli­do, que cuen­ta como una ano­ta­ción in­fer­nal en la com­pe­ten­cia con Dios por ver quién re­clu­ta más.

2.

En el re­la­to “El dia­blo de la bo­te­lla”, de Ste­ven­son, la paga de siem­pre con­si­gue la mejor re­tri­bu­ción. Keawe, el pro­ta­go­nis­ta, es­cu­cha de su pri­mer ven­de­dor las con­di­cio­nes ge­ne­ra­les del pacto:
1) «Cuan­do un hom­bre com­pra esta bo­te­lla el dia­blo se pone a su ser­vi­cio; todo lo que esa per­so­na desee, amor, fama, di­ne­ro, casas como ésta o una ciu­dad como San Fran­cis­co, será suyo con sólo pe­dir­lo.»

2) «Hay una cosa que el dia­blo de la bo­te­lla no puede hacer... y es pro­lon­gar la vida; y, no sería justo ocul­tár­se­lo a usted, la bo­te­lla tiene un in­con­ve­nien­te; por­que si un hom­bre muere antes de ven­der­la, ar­de­rá para siem­pre en el in­fierno.»

3) «Hace mucho tiem­po, cuan­do Sa­ta­nás la trajo a la tie­rra, era ex­tra­or­di­na­ria­men­te cara, y fue el Pres­te Juan el pri­me­ro que la com­pró por mu­chos mi­llo­nes de dó­la­res; pero sólo puede ven­der­se si se pier­de di­ne­ro en la transac­ción. Si se vende por lo mismo que se ha pa­ga­do por ella, vuel­ve al an­te­rior pro­pie­ta­rio como si se tra­ta­ra de una pa­lo­ma men­sa­je­ra. De ahí se sigue que el pre­cio haya ido dis­mi­nu­yen­do con el paso de los si­glos y que ahora la bo­te­lla re­sul­te fran­ca­men­te ba­ra­ta.»

In­sis­to: no hay otro dia­blo que te dé tanto por el mismo pre­cio. El de la bo­te­lla su­pera cual­quier ofer­ta: a mu­chos les cum­ple todos los de­seos re­gla­men­ta­rios que le for­mu­len y a uno solo, al úl­ti­mo, le cobra los suyos al morir (y hasta tanto, el con­de­na­do podrá se­guir ha­cién­do­se cum­plir de­seos a gusto). Pero no es esta ge­ne­ro­si­dad re­la­ti­va lo que me in­tere­sa, sino la si­tua­ción a la que con­du­ce: el úl­ti­mo com­pra­dor de la bo­te­lla (y más aun si pagó el úl­ti­mo pre­cio po­si­ble) es otro que pende de un hilo, esta vez sobre el in­fierno tan te­mi­do.
La con­di­ción de poder des­ha­cer­se de la bo­te­lla sólo re­ven­dién­do­la a un pre­cio menor al pa­ga­do va di­bu­jan­do una pi­rá­mi­de in­ver­ti­da o una pen­dien­te res­ba­la­di­za, que desem­bo­ca en el ca­lle­jón sin sa­li­da del úl­ti­mo pre­cio (si se me per­do­na la mez­co­lan­za de imá­ge­nes).

2.1.

Una di­gre­sión breve. En la re­so­lu­ción del pro­ble­ma, Ste­ven­son su­po­ne un dia­blo que no sabe (ni por na­tu­ra­le­za ni por ex­pe­rien­cia) que se lo puede es­ta­far fá­cil­men­te. Poco sen­ti­do ten­dría su ofer­ta si se la pu­die­ra pagar con un alma ya con­de­na­da (o sea, ya con­ta­bi­li­za­da en el in­fierno que la es­pe­ra). Si al­guien así exis­tie­ra, lo ra­zo­na­ble sería pen­sar que que­da­ría ex­clui­do del trato: la única inexo­ra­bi­li­dad ad­mi­si­ble, in­mu­ne a ab­so­lu­cio­nes, debe darla la po­se­sión efec­ti­va (inalie­na­ble o no) de la bo­te­lla. O bien: en las con­di­cio­nes ex­pli­ci­ta­das, el hecho de que la bo­te­lla pueda tener cual­quier dueño im­pli­ca que no puede haber al­guien irre­den­to, que ya esté irre­mi­si­ble­men­te con­de­na­do al in­fierno, o sea, al­guien al que le con­ven­ga sí o sí com­prar­la, in­clu­so por un pre­cio in­di­vi­si­ble o casi (como hace el ma­ri­ne­ro blan­co que, a pe­di­do de Keawe, se la com­pra por 2 cén­ti­mos a su es­po­sa Kokua y se niega luego a ven­dér­se­la a él por 1: «Calcu­lo que voy a ir a parar allí de todas for­mas –re­pli­có el ma­ri­ne­ro–; y esta bo­te­lla es la mejor com­pa­ñía que he en­con­tra­do para ese viaje»).

3.

La muer­te más te­mi­da es la in­mi­nen­te, la que más cerca está de ser el úl­ti­mo cam­bio, la úl­ti­ma ex­pe­rien­cia, la del fin de la ex­pe­rien­cia. Su poder de ate­mo­ri­zar dis­mi­nu­ye a me­di­da que nos ale­ja­mos de esa in­mi­nen­cia, tanto que nor­mal­men­te no lo sen­ti­mos. Esta reac­ción y esa ac­ción tra­zan un di­bu­jo idén­ti­co al de aque­lla pen­dien­te res­ba­la­di­za: atra­ve­sa­mos cada mi­nu­to y cada acto con una des­preo­cu­pa­ción por la muer­te, cuan­do no la sa­be­mos o cree­mos in­mi­nen­te, si­mi­lar a la que tiene cada com­pra­dor de la bo­te­lla por su con­de­na­ción. Esa des­preo­cu­pa­ción es tanto más ra­zo­na­ble cuan­to más ale­ja­dos es­te­mos del res­ba­lón final de la pen­dien­te o de pen­der de un hilo (que puede verse como un caso lí­mi­te: una pen­dien­te en 90 gra­dos). Cur­se­mos esa ra­zo­na­bi­li­dad.

Como ya se ra­zo­na en el re­la­to, si nadie va a com­prar la bo­te­lla a 1 cen­ta­vo por­que des­pués no podrá ven­der­la a menos, nadie tam­po­co la va a com­prar a 2 cen­ta­vos, sa­bien­do que a nadie se la podrá ven­der a 1. Y como nadie la va a com­prar a 2 cen­ta­vos, nadie la va a com­prar a 3, sa­bien­do que no hay com­pra­dor a 2; etc. El sen­ti­do común se de­tie­ne al­gu­nos mon­tos más allá, pero el ar­gu­men­to, como bien ob­ser­vó Mi­guel Kim a sus 12 ó 13 años, es re­mon­ta­ble a cual­quier pre­cio (o sea, puede ale­jar­se todo lo que quie­ra del sen­ti­do común). Luego, nunca nadie com­pra la bo­te­lla, a nin­gún pre­cio, por­que cual­quie­ra sabe que todos los va­lo­res me­no­res, em­pe­zan­do por el mí­ni­mo y ter­mi­nan­do por el an­te­rior in­me­dia­to, ca­re­cen ya de com­pra­do­res ló­gi­cos.
De los otros, los reales, nada sabe el ar­gu­men­to: es no­to­ria la dis­pa­ri­dad de su con­clu­sión con el hecho de que ya a pocos pasos del pre­cio irre­duc­ti­ble hay com­pra (es decir, se acep­ta el ries­go; re­pe­le más la pri­va­ción de sa­tis­fac­cio­nes o ne­ce­si­da­des que se acep­ta­ría en caso de no asu­mir­lo). Como se ve, no tarda mucho la ex­pe­rien­cia de la bo­te­lla, de largo his­to­rial, en con­tra­riar la ló­gi­ca de in­con­ve­nien­cias tran­si­ti­vas o he­re­da­das que se en­ca­de­nan y acu­mu­lan en esa pen­dien­te res­ba­la­di­za.

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