Saber, deseo y tiempo



Es­ce­na 1. Toma 1.

Si el fu­tu­ro es inevi­ta­ble­men­te des­co­no­ci­do, es por­que el pre­sen­te es la fron­te­ra entre lo que se puede co­no­cer y lo que no se puede co­no­cer. (Desde ya, que se pueda co­no­cer no sig­ni­fi­ca que de hecho se co­noz­ca; hay po­si­bi­li­da­des ya o aún des­per­di­cia­das o aún no apro­ve­cha­das.) ¿Y qué se puede co­no­cer? Se puede co­no­cer de lado a lado lo que fue o ha sido, lo que ocu­rrió o ha ocu­rri­do, o se puede “co­no­cer” par­cial­men­te lo que es, lo que ocu­rre (es decir, leer una re­la­ción entre acon­te­ci­mien­tos frag­men­ta­rios para in­fe­rir el even­to que tra­man –algo que en rigor en el fu­tu­ro se en­va­sa­rá como even­to, se ter­mi­na­rá de cons­ti­tuir, se em­pa­que­ta­rá como un dato por­ta­ble y en­via­ble). Pero no se puede co­no­cer lo que, en lugar de ser o haber sido, va a ser o será.
La otra par­cia­li­dad alo­ja­da en el pre­sen­te es el des­co­no­ci­mien­to de lo que viene ahora, de los lí­mi­tes pre­ci­sos que tiene el even­to en el que estoy in­mer­so, cuan­do no del even­to mismo. A di­fe­ren­cia de este des­co­no­ci­mien­to, el del si­guien­te even­to de la his­to­ria, que per­te­ne­ce al ve­cino fu­tu­ro, no es par­cial sino com­ple­to, com­ple­ta­men­te ex­te­rior. Vuel­vo al prin­ci­pio: el pre­sen­te es esa mem­bra­na que se­pa­ra y en­vuel­ve lo que se puede co­no­cer, que queda del lado de aden­tro, de lo que no se puede co­no­cer, que queda al otro lado. Ha­bi­ta­mos mi­nús­cu­la­men­te esa bur­bu­ja cog­nos­ci­ble.
Su­pli­mos y sub­sa­na­mos el des­co­no­ci­mien­to par­cial del even­to pre­sen­te y el total del even­to fu­tu­ro, los dos des­co­no­ci­mien­tos inevi­ta­bles que hay, con su­po­si­cio­nes, con­je­tu­ras, creen­cias, ima­gi­na­cio­nes: todas for­mas de cer­te­zas pos­ti­zas o pro­vi­so­rias sobre aque­llo de lo que no puede haber co­no­ci­mien­to.

Es­ce­na 1. Toma 2.

Entre mis ocho car­tas del chin­chón, al­gu­nas ya for­man un juego, otras están or­de­na­das para for­mar uno ni bien se les sumen una o dos car­tas es­pe­ra­das, y otras son de des­car­te, por­que no in­te­gran ni están pró­xi­mas a in­te­grar nin­gún juego. Arries­go dos analo­gías. En un nivel menor, las car­tas son los es­ta­dos y las si­tua­cio­nes, y los jue­gos que for­man o están por for­mar son los acon­te­ci­mien­tos. En otro nivel, mayor, las car­tas son los acon­te­ci­mien­tos, y los jue­gos que se for­man o bus­can for­mar­se son los even­tos. El mazo que nos abas­te­ce es el fu­tu­ro; el aba­ni­co de ocho car­tas que tengo cada vez es el pre­sen­te, donde ya hay tal vez algún juego hecho y otros es­pe­ran­do ha­cer­se.

Es­ce­na 2.

El que se li­mi­ta a saber, se li­mi­ta a ob­ser­var el mundo. El que ade­más desea par­ti­ci­pa del mundo, para ha­cer­lo –en el frag­men­to que le im­por­ta– como puede ser y desea que sea. El que fan­ta­sea con­tra lo que sabe o cree, ya casi no ob­ser­va y to­da­vía casi no par­ti­ci­pa: se abs­trae y se con­cen­tra en el si­mu­la­cro de otro mundo.
El gasto que oca­sio­na la tarea adi­cio­nal de man­te­ner ese si­mu­la­cro es una ener­gía emo­cio­nal que puede ali­men­tar el cre­ci­mien­to de cier­tas ob­se­sio­nes, de cier­tos ras­gos de amor im­po­si­ble. (No sólo po­ne­mos ener­gía en lo que ido­la­tra­mos; tam­bién puede que ido­la­tre­mos aque­llo en lo que po­ne­mos ener­gía.)

Es­ce­na 3. Toma 1.

De una ex­pe­rien­cia muy in­ten­sa (pla­cen­te­ra o dis­pla­cen­te­ra), tanto la evo­ca­ción como el re­torno in­vo­lun­ta­rio a la es­ce­na me re­edi­tan el tran­ce de una in­cer­ti­dum­bre, el mo­men­to en que algo que no podía men­su­rar me so­bre­ve­nía, para mi bien o para mi mal; no me si­túan ni antes ni des­pués, sino du­ran­te la ex­pe­rien­cia de que algo se gesta sin que me sea po­si­ble pre­su­pues­tar ener­gías para asi­mi­lar­lo. La pa­rá­li­sis a que me so­me­te esa in­ca­pa­ci­dad tran­si­to­ria de es­ti­ma­ción se pa­re­ce a la pa­rá­li­sis de la duda: no puedo hacer nada por­que no sé qué hacer; quedo re­du­ci­do a una pa­si­vi­dad an­he­lan­te o re­sis­ten­te, pero siem­pre ex­pec­tan­te.
Según la di­si­pa­ción de la in­cer­ti­dum­bre vaya con­tra­rian­do –temo– o ha­la­gan­do –es­pe­ro– mis de­seos, sen­ti­ré dolor o pla­cer. En el pla­cer, soy sos­te­ni­da o in­cre­men­tal­men­te sor­pren­di­do e in­tri­ga­do; en el dolor, sos­te­ni­da o in­cre­men­tal­men­te de­cep­cio­na­do y de­sin­te­re­sa­do. (En la his­to­ria de amor ideal, cada uno es sos­te­ni­da o in­cre­men­tal­men­te sor­pren­di­do e in­tri­ga­do por el otro, o sea, no deja de co­no­cer ni de ser co­no­ci­do –si no es re­cí­pro­co, la his­to­ria es de fas­ci­na­ción, que es la mitad so­li­ta­ria de un amor.)

Es­ce­na 3. Toma 2.

Vol­va­mos a la sen­sa­ción pe­sa­di­lles­ca de estar en el mo­men­to en que algo in­de­sea­ble se em­pie­za a hacer irre­ver­si­ble, irre­vo­ca­ble, ya desde antes de con­su­mar­se o a más tar­dar cuan­do em­pie­za a ser. Ése es el mo­men­to al que nos trans­por­ta una evo­ca­ción po­de­ro­sa de algún tran­ce cru­cial. Es un mo­men­to du­ran­te el que no po­de­mos medir cuán­to nos afec­ta­rá lo que viene (o nos es­pe­ra). O aun peor: ya sa­be­mos (o cree­mos) que será mucho y para mal, tanto que no po­dre­mos con­tra­rres­tar­lo, im­po­ten­cia que nos hace atra­ve­sar el peor tor­men­to con la má­xi­ma sen­si­bi­li­dad. O la in­cer­ti­dum­bre o la cer­ti­dum­bre alu­ci­na­to­ria de estar ges­tán­do­se una ca­tás­tro­fe, casi la lu­ci­dez del em­pa­re­da­do. O nin­gu­na (cuan­do se las ne­ce­si­ta) o de­ma­sia­das pre­vi­sio­nes, mu­chas enor­mes (cuan­do se las ne­ce­si­ta fil­trar o des­in­flar).
Una cosa es ra­zo­nar que el del­ga­dí­si­mo pre­sen­te es lo único que te­ne­mos para per­der, y otra es ex­pe­ri­men­tar ese único tiem­po en que se vive, o en que mejor se re­gis­tra que se vive, que es el tiem­po de la con­cien­cia. (El ahora se ex­pe­ri­men­ta ne­ce­sa­ria­men­te ahora, si se me to­le­ra la pe­ro­gru­lla­da; una ex­pe­rien­cia tar­día o una pre­ma­tu­ra del ins­tan­te, ade­más de con­tra­dic­to­rias, in­vo­lu­cran su­ce­dá­neos fur­ti­vos del ahora, re­cuer­dos o pre­vi­sio­nes mal re­co­no­ci­dos.) Si la ex­pe­rien­cia es dis­pla­cen­te­ra, es la de una in­cer­ti­dum­bre; si es pla­cen­te­ra, es la de un tran­ce o un éx­ta­sis (se­xua­les, crea­ti­vos, con­tem­pla­ti­vos, etc.).

Es­ce­na 4.

El temor, como la iner­cia, es una re­sis­ten­cia al cam­bio de si­tua­ción (un re­plie­gue, una con­cen­tra­ción de fuer­zas). El deseo, al revés de la iner­cia, es una re­sis­ten­cia a la per­ma­nen­cia de la si­tua­ción (un des­plie­gue de fuer­zas, una ex­pan­sión). La regla de cada uno se tra­du­ce en la aso­cia­ción anó­ma­la del otro, como el an­ver­so y el re­ver­so de una misma emo­ción: el temor a cam­biar de si­tua­ción y el deseo de per­ma­ne­cer en ella, por un lado, y el deseo de cam­biar de si­tua­ción y el temor a per­ma­ne­cer en ella, por el otro. Son la pri­me­ra y la se­gun­da línea de com­ba­te con­tra la frus­tra­ción pro­vo­ca­da por el cam­bio y la per­ma­nen­cia in­de­sea­dos, res­pec­ti­va­men­te, con los que la otre­dad se nos opone.

Telón

Todo cam­bio es un cam­bio de iner­cia, si tiene un des­pués. Los cam­bios de iner­cia pue­den or­de­nar­se según el au­men­to de su in­co­mo­di­dad: de una menor a una mayor de­man­da de ener­gía, y de menor a mayor du­ra­ción del es­fuer­zo e in­cer­ti­dum­bre de éxito, ya sea para es­qui­var el cam­bio –si es una des­gra­cia– o para al­can­zar­lo –si es a favor–. En ambos casos, se trata de reaco­mo­dar­nos en la nueva iner­cia, asi­mi­lar el nuevo pa­trón de mo­vi­mien­to hasta el si­guien­te cam­bio en la his­to­ria de nues­tra exis­ten­cia.
En esa his­to­ria se puede re­co­no­cer este hilo del te­ji­do, o tal vez punto de cos­tu­ra: cuan­do sus cam­bios pasan de in­cre­men­tar­se a dis­mi­nuir (hasta el lí­mi­te de ex­tin­guir­se), y de ser in­ten­sos a ser in­sig­ni­fi­can­tes, pasan cada vez más de ex­pe­ri­men­tar­se a evo­car­se. Esos ejer­ci­cios cre­cien­tes de evo­ca­ción pos­ter­gan el ol­vi­do de lo que se está de­jan­do de fre­cuen­tar pero to­da­vía se re­vi­si­ta cada tanto, en el co­mien­zo de la gra­da­ción, o de lo que se acaba de per­der o aban­do­nar, en el final. Es la ma­ne­ra de re­te­ner­los cuan­do ya no se los tiene pre­sen­tes, que es una de las cosas que es re­cor­dar.
Por in­ci­pien­te que sea, el re­em­pla­zo de no­ve­da­des que se atra­vie­san o se es­pe­ran por un anec­do­ta­rio de las que se han atra­ve­sa­do o es­pe­ra­do, por ví­vi­das que pa­rez­can, puede ser sín­to­ma de un can­san­cio vital. Cuan­do la avi­dez de aven­tu­ra es pro­gre­si­va­men­te des­pla­za­da por una im­pre­fe­ren­cia cró­ni­ca por los cam­bios, la ba­ja­da del telón pasa de ser un cam­bio te­mi­do a ser el si­guien­te y úl­ti­mo pre­vis­to (lo que su­ce­de en al­gu­na vejez, ya sea una pre­ma­tu­ra, pun­tual o tar­día).

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